Lo doméstico

La novela de Leila Slimani - Chanson Douce (2016) - no tuvo en Estados Unidos el éxito del que gozó en Europa. Era predecible. La obra, traducida al inglés como La Nana Perfecta, trata de las relaciones laborales al interior de la casa y los norteamericanos no parecen dados a crear vínculos afectivos allí donde media lo instrumental.

Es la historia de una empleada doméstica - volveré sobre la palabra - que viene a resolver los problemas de una mujer cuya carrera profesional, no la de su marido, se ha visto postergada por la maternidad.

La perfección del ejercicio de la asesora del hogar lleva a la patrona a inquietarse acerca de las obligaciones - de las que ha sido liberada - que la atan a sus pequeños hijo e hija.

Es una historia conocida para nuestras mujeres, atrapadas entre las obligaciones morales de cuidar a los hijos y el genuino deseo de avanzar en el desarrollo de los talentos propios, los sentimientos se confabulan unos contra otros.

La llegada de la nana perfecta, quien pasa a ser parte de la familia, this is not USA, desnuda el odioso malestar que produce el tener que hacer aquello que a uno  se ha inculcado como lo propio de la condición de mujer: criar hijos, dedicar la vida a esas criaturas, celebrar los triunfos del marido y verse convertida en un estropajo al final del día.

Lo doméstico, esfera que aglutina buena parte de la tarea de la crianza (pañales, preparación de alimentos, lavado de vajilla, hacer la cama, sacar la basura + infinito), no goza de un buen nombre en nuestra sociedad.

La expresión empleada doméstica es un ejemplo de ello: paradójicamente no era la palabra empleada lo que convocó un discurso moralizante para cambiar de nombre al oficio sino su par asociada, doméstica.

Lo doméstico es una categoría inferior (a pesar de haberse vanagloriado la especie de la domesticación como una de sus grandes conquistas); es inferior a lo público, dominio reservado para los hombres.

Y, naturalmente, a las mujeres se constriñe al dominio subordinado. 

Los chimpancés parecieran haber tomado otro camino. Al menos a la hora de hacer la cama. Duermen en los árboles. Hacen la cama, según Megan Thoemmes, estudiante de zoología, arman una especie de nido con hojas y ramas, en lugares distintos cada noche y, vaya sorpresa, en condiciones sanitarias infinitamente superiores a la mejor cama de nuestros hoteles, lodges y habitaciones. Pero mi punto no es el de salubridad sino el de la responsabilidad y también de la creatividad.

La solución de los chimpancés entraña algunas lecciones. Por lo pronto cada cual hace su propia cama. Pero cada cama es también una verdadera instalación artística a la vez que es lugar - como diría una vieja publicidad - para un descanso perfecto.

El dilema planteado por la Nana Perfecta lo es por la naturaleza distorsionada con que se ha definido lo doméstico. Y esta ha sido y sigue siendo una definición masculina, opresiva y cómoda para los varones, ¿qué mejor, no? Llegar a la casa y que la cama esté hecha y yo ¡sin haberla hecho!. Masculina y de clase, también: ¡quien pueda descargar su fardo en los hombros de otro ( de hecho, de otra) que lo haga!

Frente a lo evidente y groseramente desigual distribución de la tarea doméstica no caben sino dos reclamos aprendidos de otras especies.

Una, cada cual a cargo de su propia carga. La otra, redefinir el espacio que nos hace personas.

No podría ser sino una arrogancia irracional masculina la de declarar como inferior lo que es sustantivo. Más que eso, en realidad, un ejercicio de poder a través del que las responsabilidades de la crianza y de la reproducción pudieron – expresado en el lenguaje actual – tercerizarse. Con ello se dispuso del tiempo suficiente para procurar el prestigio en la [aparentemente] respetable esfera pública. La distinción público/privado, nace, pues, de un ejercicio de esclavitud.

La Nana Perfecta es, sin duda, el reflejo de una sociedad profundamente imperfecta.

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