“La regla del tres” o la máxima “el enemigo de tu amigo es tu enemigo” deben ser las fórmulas más populares en nuestro recuerdo escolar. Junto a ello destacábamos al que era “bueno para las matemáticas” y a aquel que “era como una bala para los números”. Los “chamulleros”, en cambio, se ubicaban en el otro bando, en el de los humanistas.
Lo que puede pasar como simple anécdota no es sino reflejo de un edificio institucional que asegura para unos los privilegios que niega a otros. Las matemáticas se convierten en la clave del éxito al tanto que a la historia se le mantiene como remedial, subsidiaria o complementaria en los procesos de formación escolar.
Naturalmente que ni las matemáticas ni la historia son responsables del pobre juicio que acerca de ellas los expertos puedan hacerse. Más bien encarnan los valores de las sociedades y, muy particularmente, los que los grupos de poder depositan en estas y otras disciplinas del conocimiento.
Decir que una u otra es más importante no puede ser sino una opinión descabellada que, no obstante, adquiere fueros por los intereses por ella reflejados. La suspensión de la prueba de historia es un buen ejemplo de ello.
A nadie sorprende que así se haya decidido y hasta se entiende como una cuestión de sentido común. Las mismas voces, muy probablemente, saldrían a la palestra pública (a la televisión dado que esas voces no necesitan salir a la calle para hacer valer sus opiniones) si fuesen las matemáticas las censuradas. “Es imposible hacer un proceso justo de selección sin las matemáticas”. Las matemáticas, piensan estas personas, son objetivas. Uno más uno, dicen, es dos.
Aunque en realidad, como lo plantea la pedagoga Rochelle Gutierrez de la Universidad de Illinois, uno más uno es supremacismo, en el caso de ellos, clasismo en el nuestro.
Radicar el privilegio en una disciplina o no en otra es una cuestión histórica. La asociación temprana de las matemáticas (más bien de sus fórmulas, esas mismas que todas y todos recordamos) con el poder es de antigua data y viene con la formación de los primeros imperios, con la geomensura, con la recaudación de los tributos y los censos de población a ellos asociados (incluido el de Herodes), con el comercio y - ¡vaya que no! - con la operación de los mercados. Ello explica su lugar de privilegio en la esfera del poder. Quien hoy controla los algoritmos, no las matemáticas, controla una buena parte de la información que recibimos y de los dividendos que de ello se devengan.
Una vez que la disciplina se torna en privilegio se blanquea al modo del poderoso, hombre y blanco. Se exorcizan las voces y autoras y autores que puedan contaminar la lengua matemática del imperio.
Desde la más profunda ignorancia, se planteaba que “la ciencia árabe solo reprodujo las enseñanzas de la ciencia griega” cuando en realidad las matemáticas europeas debían sus progresos del siglo XVI en adelante a la inteligencia musulmana que había desarrollado ese saber unos nueve siglos antes.
Y no de modo distinto Eiffel consagra en su torre los nombres de 72 sabios hombres, menos el de Sophie Germain, la autodidacta en matemáticas a quien debía el conocimiento de la elasticidad que facilitó la construcción de su obra.
Pero no solo eso. Una vez tomado el control de la disciplina en cuestión, el objetivo no puede ser otro que el de asegurar su reproducción. Y para ello se multiplican los medios que aseguren a los suyos el instrumento a través del cual pueden no solo controlar sino aventajar a los demás.
Si la disciplina más rentable para el imperio hubiese sido el estudio de la lengua kunza, no quepa duda alguna que la lengua estaría resucitada y restringida a los grupos “ABC1”, fórmula habitualmente usada como eufemismo de los ricos.
Si de PSU se trata, una receta simple sugeriría que siendo cinco veces superior la inversión que se hace en educación para un niño rico (o “ABC1”), los resultados de la prueba debieran ser cinco veces más altos que de aquellos grupos a quienes se llama vulnerables para no reconocer que han sido vulnerados. Curioso, ¿no? ¿Cuán buena es la inversión?
Lo justo y necesario como para excluir de los privilegios de una educación superior a aquellos y aquellas llamados a servir en los pisos inferiores del edificio social, pero nunca como para validar una pretendida superioridad intelectual disfrazada bajo otro eufemismo: “calidad académica”.
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