Diez de septiembre

A las diez de la noche del lunes 10 de septiembre de 1973 en los alrededores del ministerio de Defensa se agolpaban los Ford Torino, los autos con que, entiendo, el gobierno popular había dotado a la oficialidad del Ejército. Algo raro pasaba, sin duda. Algo se comentaba. El golpe se venía. Las calles estaban convulsionadas y en las manifestaciones de apoyo al gobierno popular, las fuerzas policiales no tenían vergüenza de apalear a los manifestantes desde la Plaza de la Dignidad hacia abajo y de escoltarlos, en sus relucientes motos BMW, desde Seminario hacia el oriente.

En Puerto Montt me tocó ver desfiles militares en que la oficialidad lucía orgullosa su nuevo equipamiento. Allende premiaba a las fuerzas sostenedoras del orden constitucional. Así se nos hizo creer, se nos hizo creer en la doctrina Schneider y en el profesionalismo de “nuestras” tropas . Los jeep Toyoya verde oscuro se multiplicaban junto al equipamiento blindado.

Eran los dividendos de una política según la cual un Ejército pauperizado era el peor peligro para una democracia, cuestión que, en 1969, con el Tacnazo, el general Viaux había dejado en claro.

Los golpes militares eran cosas de países bananeros o de Brasil o Uruguay pero no de esta democracia que representaba un verdadero oasis de libertad. Y vaya que lo fue, al menos durante el gobierno popular.

La libertad era cuestión de todos los días y se aspiraba como brisa fresca si es que no con aires de otras procedencias.

El muralismo, Villavicencio, la nueva canción, los balnearios populares, el litro de Chile, “sube aquí, cabrito”, transporte escolar gratuito, el teatro popular eran todas expresiones de un país imposible y, aunque hasta la burguesía hubo de “chasconearse”, la cuestión no pasaba de ser un suspiro en el curso de una larga, muy larga tiranía heredada de los poderes coloniales y chilenizada a través de la Independencia.

Esta patrias de servidumbres fue estremecida por una voluntad popular que, en sus expresiones más fundamentalistas, no dejaba de sorprender.

“Este es el curso irrefrenable de la historia, compañero”, era algo que en los mil días me acostumbré a escuchar. La historia es ineluctable (no sabía muy bien qué significaba eso pero sonaba muy definitivo). “Mire usted, compañero”, escuchaba a otro decir, “las masas [palabra a la sazón muy usada en la época] marchan en ascenso creciente e irrefrenable”. 

Todo era certeza, todo era profundamente masculino, heroico y militar. No tan así quizás en las fuerzas militares. Las mujeres arrojaban maíz para azuzar a una soldadesca soterrada y traicionera. Allende se preguntaba por el pobre Augusto al mismo tiempo que el tal Augusto pedía un helicóptero para exiliar al compañero presidente o quizás para hacerlo desaparecer en el macizo cordillerano. Vaya uno a saber.

Las certezas, como siempre, son fugaces. Ni la fuerza organizada del pueblo ni la lealtad constitucionalista del Ejército fueron lo que parecían ser. La historia es de sobra conocida.

Sin embargo, el 10 de septiembre en la noche, cuando yo caminaba desde plaza Bulnes hacia el oriente, dejé de tomar locomoción esos últimos meses del gobierno popular, el futuro se desplegaba de un modo muy distinto al que cada cual hubiese pensado.

Pero también había algo muy símil acerca de lo que la historia del país era. El haber nacido en tiempos de cambio me hizo parecer natural lo que no era sino una excepción: la dignificación del pueblo.

No podía saber que lo que venía era aquello que no me tocó en rigor vivir ni conocer pero que era la materia prima de lo que el país estaba hecho.

“Esto va a ser breve”, sugerían quienes no se sentían cómodos con un gobierno socialista. “No. No va a pasar lo que pasó en Brasil”, aseguraba quien aceptaba la autoridad militar, viéndola como necesaria.

“En Chile no se tortura”. La tremenda ingenuidad colindaba con la complicidad.

En Chile se torturaba desde antes que esta fuera una república.

En Chile se mataba y se expoliaba desde mucho antes de que alguien se le ocurriera reclamar por los intereses de la Corona usurpados por Francia.

En Chile se había expoliado tierras, se habían construido fortunas en base al engaño y a los botines de las tres guerras del siglo diecinueve, la de la Confederación Perú-boliviana, la del Salitre y la de la Araucanía, que habían pasado a engrosar las arcas personales de un pobre elite con ínfulas europeas.

Los ejércitos se mantuvieron leales, lealtad que tenía su precio. También las policías así lo hicieron en razón directamente proporcional entre mayor equipamiento y mayor represión, cuestión que alegra a las elites que se quisieran las cárceles abarrotadas de personas y concesionadas para asegurar las ganancias.

Elites groseramente indiferentes hacia quienes las fuerzas policiales acosan, groseramente indiferentes a inmigrantes, y a los hacinados de las ciudades y de los campos.

Con el tiempo, la horda de los Ford Torino creció, se transformó.

Con los años llegarían los autos de “alta gama” (sigo sin saber qué es eso pero sé que acarrea mucho prestigio consigo)  en que las oficialidades de todo tipo circularían por las calles de ciudades y centros vacacionales del país, al paso que allanando el camino a los intereses de las elites  a que sirven.

Cualquier día puede llamarse diez de septiembre, cualquiera en que los privilegios no siempre bien habidos se pongan en riesgo.

Siempre habrá una fuerza militar que engalanada con dádivas, esté dispuesta a detener los aires de libertad que pudiesen soplar sobre una tierra que por mil días los pudo disfrutar. 

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