Me gustan los temas bullados porque además de marcar un precedente, configuran escenarios propicios para activar la cabeza. Por ejemplo, si se instala una polémica en torno a un asunto que me interesa, me impongo el desafío de suprimir el yo, atenuar el narcisismo y mantenerme imparcial frente a la cuestión. Me empeño en no agotar la experiencia al comentario atolondrado, procuro no adoptar una posición, o simplemente intento guardar silencio, pero, como tiendo a sobrevalorar lo que pienso, sumado a mi anhelo primitivo de equidad, no consigo ser imparcial porque siempre termino comentando y respaldando al más débil.
Me gusta la imaginación y las ideas y también me gusta divagar. También me parece interesante cuando la ley y la poesía se mezclan. En la universidad pensaba, mientras algún profesor leía una norma, que esa escena estaba llena de poesía. No consideraba la posibilidad de vincular ambas disciplinas, era más bien mi sistema inmunitario actuando con suficiencia frente el frío estudio del derecho. La estrategia era simple, anotaba detrás del cuaderno algunos versos extraídos de normas y los introducía en distintos poemas para elevar su estándar. Un delito habitual que transformó mi paso por la universidad en un safari literario.
Años después, me contaron, entre otras mil anécdotas de poetas que ejercían el derecho, que Armando Uribe había recopilado y publicado en el año 1965 versos extraídos literalmente de artículos del Código Civil, o que, el 2002, Sergio Raimondi, en Argentina, había publicado "Poesía Civil", un poemario que recoge -también de forma literal- actos administrativos, reglamentos y contratos, y de esa forma, entre anécdota y anécdota tomé consciencia de las muchas vinculaciones posibles entre el derecho y la literatura, logrando distinguir, por ejemplo, que el derecho puede ser considerado como literatura, en razón a la producción de sus libros; en la literatura, pensando que el derecho moderno se sostiene en concepciones como libertad, propiedad, o justicia; o, el derecho de la literatura, una dimensión menos amable que enmaraña la propiedad y la poesía, donde la literatura es el objeto del derecho y el derecho es el instrumento de la literatura, o, dicho mejor, el instrumento de quien detenta la propiedad de la literatura, porque por ajeno que suene, la literatura también tiene dueño, aunque casi nunca es quien la escribe, porque el poeta no sabe de modos de adquirir, ni de títulos traslaticios, ni inscripciones al margen, el poeta está al margen del aparato burocrático y sus senderos empinados, y aunque la literatura y el derecho se vinculan, el poeta seguro escogerá categorías de poder distintas a las normativas, no así su dueño, que como buen propietario, no dudará en proteger su patrimonio con uñas y dientes, sin importar las consecuencias.
Por eso, como dice Raimondi, Materia de disputa, la poesía, porque en el mundo abundan herederos al acecho, que esperan con vehemencia jurídica desatar sus perros contra quien ose experimentar con la obra de sus causantes. Propietarios dispuestos a convertir en proceso cualquier procedimiento literario. Propietarios dispuestos a omitir que la literatura es la materia prima del escritor y a aceptar, que tal vez lo suyo no es tan suyo como ellos quisieran.
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