¿Son injustos los rankings internacionales con las universidades de América Latina?

La temporada de rankings es una época de malas noticias para las universidades de América Latina. En su última edición, del 3 de octubre, el Times Higher Education World University Ranking no incluyó ninguna universidad latinoamericana en el grupo de las 100 mejores, y sólo cuatro entre el elenco total de 400.

Andrés Oppenheimer, el periodista y columnista argentino, editor de América Latina en The Miami Herald, nos recuerda que Brasil es la sexta economía del mundo, y México la 14º, lo cual debiera tener alguna incidencia en la capacidad de esos países de dar soporte a universidades de excelencia.

Es cierto que algunas de las universidades europeas que figuran en los puestos de avanzada, así como las líderes de los Estados Unidos, han existido por varios siglos, y eso contribuye a su prestigio, que es una de las variables de más peso en este particular ranking, pero algunas de las instituciones de educación superior más antiguas de América Latina también datan del siglo XVI y XVII. Es más, las universidades que en el ranking exhiben mayores progresos, la mayoría de ellas ubicadas en Corea, Singapur, Taiwán y China, son más bien nuevas, y la juventud no parece ser un escollo para ellas. ¿Qué nos está pasando?

Primero y principal: los profesores. No su número, ni su vocación, ni su dedicación a la universidad, ni la calidad de su docencia. El problema está en la falta de calificación para lo que en el resto del mundo se entiende propiamente como investigación, en su limitada capacidad para usar el idioma inglés para acceder a las principales corrientes del conocimiento mundial, y en sus salarios inaceptablemente bajos en la mayor parte de los países de la región.

En la gran mayoría de las mejores universidades de América Latina el profesorado con doctorado todavía es una minoría (salvo en Brasil), y la fluidez en idiomas que no sean el español o el portugués es aún excepcional.

Hay muchas razones perfectamente comprensibles para ello, pero la verdad es que no es posible hacer investigación internacionalmente competitiva con profesores que no han sido entrenados para ello, o de académicos cuya base de conocimiento se limita a lo que está publicado en español o portugués, o en las generalmente deficientes traducciones a esos idiomas.

Tampoco se pueden esperar buenos resultados allí donde los salarios son tan bajos que los profesores supuestamente dedicados a tiempo completo a la universidad deben trabajar en dos o tres lugares para llevar una vida decente, como ocurre en casi todas partes en la región con excepción de Chile, Brasil y México.

El segundo obstáculo es el gobierno de las instituciones y de los sistemas nacionales de educación superior. La autonomía universitaria, que ha sido prácticamente un objeto de culto en América Latina, sirvió por muchas décadas a la noble función de mantener alejados de la universidad a gobiernos corruptos, incompetentes, lunáticos o autocráticos.

Infelizmente, esto sigue siendo necesario en algunos países en la actualidad. Pero en la mayor parte de la región existen democracias estables con liderazgos razonables que han ido consolidando espacios de diálogo donde las universidades pueden desarrollar política pública en asociación con los gobernantes, en vez de darles con la puerta de la autonomía en las narices.

¿Por qué es importante esto? Porque la mayoría de las universidades latinoamericanas, especialmente las estatales, no tienen la fuerza política para reformarse a sí mismas, y necesitan trabajar con sus gobiernos (como crecientemente lo hacen las universidades en Europa, Australia y Asia) para encontrar mecanismos que les permitan renovar sus cuadros académicos, destinar más recursos para investigación a quienes pueden usarlos más productivamente, reformar las estructuras de las carreras académicas y las escalas salariales, crear capacidades de toma de decisiones y de planificación de largo plazo, reducir la hinchazón de la burocracia administrativa, y reasignar recursos dentro de las universidades y entre instituciones del sistema universitario, por citar solamente algunas de las correcciones que tanto hacerse.

Desafortunadamente, en típico estilo latinoamericano, algunos líderes universitarios en esta parte del mundo le disparan al mensajero, sospechan una conjura internacional, y buscan refugio en un universo paralelo de su propia creación.

Un grupo de ellos se reunió en mayo en México, con el apoyo de UNESCO, para denunciar que los rankings globales no son válidos como mediciones de calidad, protestar su sesgo “anglosajón”, y proclamar que dado que las universidades en esta región son diferentes, se debiesen diseñar rankings que reflejen la misión “social” de la universidad en América Latina, un concepto de contenido indeterminado que se usa para nombrar aquello que las universidades hacen aquí que no es investigación, ni enseñanza, ni transferencia de resultados de investigación, ni en buenas cuentas ninguna de las funciones que en el resto del mundo se asocian a la universidad como institución.

Así, es probable que el grupo de interés encabezado por las grandes universidades públicas como la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de Colombia, y la Universidad de Chile (precisamente aquellas a las que les debiera estar yendo mucho mejor en los rankings si su desempeño científico estuviese a la altura del alto concepto que tienen de sí mismas) continuará dando la espalda a lo que los rankings globales señalan consistentemente: que la educación superior latinoamericana permanece en la periferia de la moderna búsqueda del conocimiento, más un espectador que un actor.

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