El 1 de septiembre del 2019 se cumplen 80 años de la llegada a Chile del barco carguero SS Winnipeg con al menos 2.200 refugiados de la Guerra Civil Española derrotados por una sublevación fascista. ¿Por qué celebrarlo y recordarlo? Porque en las sociedades es necesario de vez en cuando darle una pausa a las preocupaciones sobre problemas vigentes y meditar sobre acontecimientos históricos que resaltan los valores fundamentales que definen un país.
Muchos diligentes investigadores han preservado la memoria de aquel barco en el que llegamos mi padre, mi madre y yo, y ahora quiero agregar un diminuto granito de arena con algunos recuerdos muy personales.
Entre los héroes que oí mencionar a mis padres durante toda su vida, tuvo un lugar primordial el Presidente Pedro Aguirre Cerda. En 1939 les encargó a varias personalidades, principalmente a Pablo Neruda, que trajeran a Chile a refugiados españoles que se encontraban en Francia, en peligrosas e insalubres condiciones.
Una enorme foto de Don Pedro Aguirre con pesado marco presidió el living de mi madre hasta sus últimos días. En el año 2009 en Madrid, la Embajada de Chile en España, con las gestiones de Manola Robles, llevó a cabo una emocionante ceremonia para celebrar el 70 aniversario de la llegada del barco Winnipeg a Valparaíso. Llevé en un taxi esa enorme foto y la mostré con emoción durante la ceremonia.
Otros miembros de la Unidad Popular involucrados en nuestro rescate también merecen agradecimientos. Igualmente los obstinados diputados y senadores que en 1939 superaron la oposición de sus colegas en el Congreso Nacional para hacer posible nuestro descenso en Valparaíso hace 80 años.
No tiene límites mi agradecimiento a Pablo Neruda y a Delia del Carril, “la Hormiguita,” que junto a él trabajó sin descanso para llevar a cabo el pedido de Aguirre Cerda. Delia llegó a ser una amiga adorada de mi madre, Elvira Magaña Cuadrado, hasta su muerte. Agrego sentidos abrazos a Salvador Allende, quien proporcionó importante ayuda a los refugiados. Posteriormente le unió una estrecha amistad con mi madre, que duró hasta poco antes de su trágica muerte, y agradezco que fue muy afectuoso conmigo.
Muchos otros también merecen efusivos agradecimientos: la Sociedad Religiosa de los Amigos, o Quáqueros y Gabriela Mistral, quienes proporcionaron fondos a los refugiados que esperaban desesperados poder huir de Francia; las caritativas señoras chilenas que nos dieron juguetes a los niños cuando nos bajamos del barco, y los miles de chilenos que nos vitorearon y alentaron al comienzo de una vida nueva en este país tan largo de forma y tan ancho en generosidad.
Son tantas las personas que tengo que agradecer que si continúo no me quedará espacio para agregar nada más, pero quisiera compartir una perspectiva muy personal a través de un par de anécdotas.
De nuestra llegada a Valparaíso solo recuerdo lo que he oído. Quizás todo era atemorizante para los niños que habíamos pasado una guerra, bombardeos, la huída, y los campos de detención, y en muchos casos como el mío, con un padre y una madre enfermos.
Años después me contaban mi madre y otros refugiados que en el muelle de Valparaíso, una de las señoras que distribuían juguetes a los niños me dio una maletita color rosa que me encantó. La estaba admirando cuando un altavoz anunció que los pasajeros que quisieran ir a Santiago debían ir a los trenes que estaban hacia la derecha. Después de lo que habían pasado en los últimos tres años, casi todos los pasajeros estaban con los nervios de punta. Quizás pensando que se iban a quedar sin hueco y sin saber qué hacer, muchos empezaron a correr hacia las vías del tren.
Conviene recordar que, meses antes, cientos de miles de republicanos derrotados habían marchado en caravana huyendo hacia Francia, entre ellos mis padres conmigo. Al igual que otros niños, yo había visto a los aviones italianos fascistas aliados de Franco, volar bajo y tirarnos bombas, tratando de matar la mayor cantidad posible de republicanos antes de que pasáramos a Francia.
Al ver llegar los aviones, la gente tiraba sus maletas o bultos y corría desesperadamente tratando de evitar las bombas.
Cuando en Valparaíso yo vi que los pasajeros del Winnipeg empezaron a correr hacia los trenes, me dije, “aquí sálvese quien pueda,” tiré con un gesto deliberado mi linda maletita rosada y partí a la carrera. Los adultos me contaban esto como una gracia, pero qué pena, por todos los niños de las guerras.
El destino de los trenes que salieron de Valparaíso era La Estación Mapocho en Santiago.
Hace unos cinco años, me recomendaron un libro titulado “Falsas memorias,” del escritor uruguayo Hugo Achugar, Editorial Trilce, Uruguay, año 2000. En el leí los recuerdos de la memorialista uruguaya Blanca Luz Blum.
Describe que fue a la Estación Mapocho a recibir a los refugiados españoles del barco Winnipeg, y dice, “Recuerdo haber acariciado a una niña que venía del brazo de un hombre alto y delgado. ‘¿Cómo te llamas, linda?’ ‘Elena.’ ‘Ay, qué hermoso nombre.’ ‘Elena Castedo’ [agregó la niña.]”
Qué gran sorpresa. Traté de ubicar al escritor Hugo Achugar sin éxito.
Los primeros recuerdos que tengo en mi vida son de piernas humanas que se movían y la vista de una calle detrás de unas barras de hierro. Las piernas iban de acá para allá y a veces subían o bajaban unos escalones. Cuando le dije esto a mi madre, me explicó que cuando llegamos a Chile, un grupo de refugiados que habían hecho amistad en el barco, se habían instalado en una casita en el oeste de Santiago. Entre otros estaban José Ricardo y Juan Morales Malva y la madre de ambos, y Eloísa Alarcón Moreno, la bella novia de José Ricardo.
Durante la noche todos dormían sobre colchones, y durante el día apoyaban los colchones en las paredes. Yo, la única niña del grupo, me sentaba en el suelo, desde donde veía piernas, o en la ventana, donde podía ver la calle.
Todos empezaron a buscar trabajo. Probablemente el refugiado mejor vestido que se bajó del barco Winnipeg fue Leopoldo Castedo, mi padre, una ironía, porque nunca le interesó la ropa. La razón es que cuando Leopoldo estaba en el campo de concentración en Francia, su padre, Sebastián Castedo Palero, había logrado, desde Madrid, ponerse en contacto con un rico industrial parisino, Monsieur Fatoux para pedirle ayuda.
Monsieur Fatoux se las arregló para sacar a Leopoldo del campo de concentración. Como a esas alturas Leopoldo ya vestía casi andrajos, Monsieur Fatoux, que era igual de alto y delgado, le regaló uno de sus muchos elegantes ternos, camisa, corbata, zapatos y ropa interior.
La gran e insuficientemente valorada actriz Montserrat Julió tenía ocho años en el Winnipeg. Me contó años después que el parche negro que llevaba Leopoldo en un ojo herido completaba su singular apariencia. En esa época pocas personas en Chile sabían manejar auto. Como en España, antes de la Guerra, el padre de Leopoldo le había regalado un Austin Healey sport, pronto mi padre se consiguió un trabajo como chofer.
Elvira Magaña, como madre, tenía que quedarse conmigo en casa. En una casa de viejo se encontró por casi nada una antigua máquina de escribir y empezó a mandar artículos y cuentos a la prensa. Para no molestar a Leopoldo, quien como muchos señores de su época no admitían competencia por parte de las mujeres de su familia inmediata, usaba pseudónimos, como E. Ambrosky, Elvira Ambrosky, Alicia de España y otros.
Era desordenada para sus papeleos, pero encontré varias de sus publicaciones. Un artículo se titula “Lo chileno es bueno.” En el se lamenta que en Chile todo lo importado se considera bueno y lo chileno no. Ella propone cambiar esa actitud, difundir esa frase y así estimular el empleo y la producción nacional. Lamentablemente no tuvo mucho efecto.
Desde la ventana de esa casita, detrás de los barrotes, yo le hablaba a los que pasaban. Un día que todos estaban fuera y Leopoldo se estaba bañando, se paró a pedir limosna un mendigo, que los había incluso en ese barrio modesto. Emitía un poderoso aroma. Quería plata, pero como yo ni sabía lo que era, me dijo que le diera cualquier cosa. Fui a buscar la ropa de Leopoldo que había dejado en una silla para bañarse, la única que tenía, y se las di al mendigo. Cuando Leopoldo salió del baño con una toalla, se encontró que no tenía qué ponerse.
Tuvo que esperar que volvieran los otros y pedir prestado, aunque todos eran menos altos y menos flacos. No recuerdo que nadie se hubiera enojado conmigo, pero sí que todos se reían en forma solapada, sin duda pensando que ese mendigo era el más elegante de Santiago con la ropa de Monsieur Fatoux.
Cincuenta años después, en 1989, estuve de visita en Chile por asuntos de trabajo. La nostalgia me llevó a tratar de encontrar esa casita. Lo que me habían dicho era que estaba en un barrio antiguo de pequeños chalets adosados y callecitas curvas al lado de La Alameda; la calle se llamada Fontecilla, (después le cambiaron el nombre); nuestra casita estaba en la parte sobresaliente de la calle y tenía dos pisos.
Encontré el lindo barrio y pronto creí haberla identificado. Me paré emocionada mirando la ventana con barrotes. Una señora anciana salió de su casa, se me acercó y me dijo, “apuesto a que Ud. es esa niñita que llegó con ese grupo de extranjeros en un barco.” Me quedé atónita. “Sí,” le dije, “pero cómo diablos lo sabe?”
“Bah, harto fácil,” me dijo. “Primeramente, Ud no se parece a la gente que anda por este barrio. Nadie por acá anda vestida como Ud. Segundamente ¿a quién se le va a ocurrir pararse lagrimeando justo enfrente de esa casa donde estuvieron esos extranjeros hace la pila de años?”
Yo pensé, esta mujer es un genio. Lástima que durante la guerra no trabajó en espionaje.
“Siempre me he acordado de ustedes,” continuó ella. “Es que nunca habíamos visto gente así, ni como hablaban, ni tampoco desde entonces. Parece que la estoy viendo, ahí sentadita en esa ventana llamando a la gente que le conversaran. Y para qué le cuento cómo nos reíamos cuando Ud. le regaló la ropa de su papá a un limosnero y su papá se quedó en pelotas. Años que nos reímos con eso.” Se rió.
Bueno, pensé, a mi padre no le hizo gracia, pero le proporcioné buenos ratos a mucha gente.
Otro recuerdo que quiero compartir, ocurrió en 1976. Yo estaba viviendo en el estado de Virginia, en Estados Unidos. Un hijo mío, que estudiaba la secundaria en un colegio público, fue a la casa de un compañero llamado Rufus Phillips. Rufus le presentó a un señor de edad que dijo era su abuelito, estaba de visita y se iba al día siguiente.
“Eduardo Hubner, le dijo el señor al saludar a mi hijo. En el dormitorio de Rufus, mi hijo le preguntó que por qué tenía una bandera chilena. “Porque mi mamá es de Chile,” le dijo Rufus. “¿En serio?” le dijo mi hijo, “¡mi mama también es de Chile!”
Cuando mi hijo volvió a casa y me contó todo esto, reconocí el nombre del abuelo de Rufus, por habérselo oído a mis padres. Inmediatamente partí a la casa de Rufus y me traje de vuelta a Eduardo Hubner, obligándolo a que se quedara a comer.
Me describió las agitadas peleas que había tenido el Congreso Nacional en 1939, cuando él era Diputado, discutiendo si podían o no dejar entrar en Chile a los refugiados que habíamos zarpado en el Winnipeg. Me dijo que su voto había sido decisivo. Y me contó algo que me remeció.
La mañana que desembarcaron los pasajeros del SS Winnipeg en Valparaíso, él estaba en el muelle. De tantas imágenes conmovedoras, la que se le quedó más grabada, fue la de una mujer casi en los huesos, pero todavía bella y con actitud indomable, de la mano de una niñita, ambas con los ojos llenos de aprensión.
La mezcla de lo que obviamente habían sufrido los refugiados y del miedo mezclado con esperanza que vio en los ojos de ambas, fue una imagen inolvidable de la infamia de las guerras. Supo después que era ella era Elvira Magaña, la esposa de Leopoldo Castedo, y su hijita.
Un tiempo después, le pegunté a mi madre, “Mamá, dónde vamos a estar cuando seamos negros?” “Pero niña, qué es eso de que cuando seamos negros.” “Bueno, cuando estábamos en Barcelona yo era catalana, y después cuando estábamos en Francia éramos refugiados, y después en Santiago somos exiliados y españoles, y algunos niños me llaman Goda, y dónde vamos a estar cuando seamos negros?” Mi madre se rió. “No vamos a ser nada más, nena, estaremos en Chile y seremos chilenos.”
Para resumir, ¿qué es lo que me trae el aniversario del SS Winnipeg? En lo más íntimo de mi ser, me recuerda que, como tantos otros, siempre he vivido con una etiqueta de persona desplazada.
Desplazada por una monstruosa injusticia, la sublevación contra una República democrática, y que todavía sigue impune. Pero al mismo tiempo, me recuerda ese gran y hermoso rescate hospitalario, esa tolerancia fraternal que les dio la oportunidad a más de dos mil derrotados con muy pocas esperanzas, de poder elegir nuevos caminos en la vida.
Dijo Neruda “España en el corazón.” Yo digo, “Chile en el corazón.”
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