Mi madre usaba roto como insulto, ¡roto, atrevido! Roto también es la figura emblemática del folclore chileno, un gañán parao en la hilacha. ¡Roto, picante!, epítetos de preferencia a la hora de marcar diferencia entre clases. Lo roto se margina o se descarta. Las roturas, dependiendo de los recursos, la disposición y qué o quién se rompe, se reparan, se esconden o se señalan. Cuando hace unos años le conté por primera vez a mi pareja los abusos que había sufrido siendo niño en el colegio de los Hermanos Maristas le dije llorando “estoy roto”.
Los sobrevivientes de ASI en la infancia lidiamos con secuelas que dañan el resto de nuestras vidas. Algo estalló en mil pedazos muy adentro nuestro. Atando por aquí y por allá aprendimos a vivir a los tropezones, buscando ayuda si podíamos, o intentando pasar desapercibidos; que los escombros internos no hagan ruido al golpear la coraza que nos fabricamos.
El punto es que ese daño tiene responsables. No nos rompieron por accidente. Vivimos así porque padecimos un delito. Somos un problema de salud pública y alguien tiene que pagar la factura.
El mecanismo de silenciamiento aplicado sobre nosotros, las víctimas de abuso, no sólo se alimenta del abusador y sus estratagemas de manipulación, engaño o amenazas.
El entorno confirma las palabras del abusador y sella nuestras bocas. ¿Quién me va a creer si denuncio a Renato, a Adolfo, a Fernando? La institución educativa o religiosa que ahora dice que no vio nada, que no percibió, que no se dio cuenta, es responsable. Esa organización, esas organizaciones, alentaron la ceguera selectiva de la omisión porque les era cómodo, conveniente, por prestigio.
Consignaron en sus protocolos de aquellos años que era de uso y costumbre “no ventilar estas cosas”. Hoy pretenden que, justamente, dicha “cultura” o “signo de época” que les era funcional los exima de la responsabilidad penal y civil que les cabe como encubridores.
Varios sobrevivientes acudimos a la justicia nacional buscando reparación, pero también le exigimos al Estado que deje de ser cómplice de estos crímenes sistemáticos perpetrados por miembros de la Iglesia Católica en Chile.
Todos los espacios eclesiásticos han sido escenario de estos delitos: parroquias, colegios, hogares de niños y niñas, grupos scouts, seminarios. En toda clase social y región del país, en la costa y en la cordillera, alumnos de escuelas de prestigio encumbrado o niños recogidos de la calle por curas de norte a sur de Chile.
Los rotos somos miles. Los que aparecimos dando la cara en medios de prensa no alcanzamos siquiera como muestra de la diversidad del daño que la Iglesia Católica ha provocado en la infancia y adolescencia chilena.
Es tiempo de demandarle al Estado cumplir el pacto social que lo sustenta. Hágase cargo de este flagelo que tiene consecuencias sociales y económicas para el país. El suelo chileno está plagado de grietas. También está roto.
Los destrozos que el delito de abuso a la infancia dejan en cada una de las víctimas de estos delincuentes organizados no responden a causas naturales.
Es urgente establecer una verdad histórica que de cuenta certera de la magnitud de lo que hablamos.
Si el Estado de Chile no reacciona se vuelve cómplice de estos crímenes y los rotos ya no estamos para excusas.
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