Todo lo que se ha escrito sobre renta básica universal (RBU) está a un par de columnas de convertirse en ríos de tinta. Los de sangre siempre se forman primero. Ojala el hambre y las muertes que dejará la mayor crisis global de los últimos cien años no tengan que llevar esa sangre hasta el mar para que entendamos que el capitalismo en su forma actual no resiste su propio cronograma.
Políticos, economistas, filósofos y casi cualquier analista se preguntan cuál será el sistema económico global pasada la pandemia del Covid-19. Las respuestas son tantas como escuelas de pensamiento o ideologías, pero coinciden en un punto: cómo se transita la crisis y se sale de ella definirá lo que se construya para adelante.
Para sorpresa de algunos y alivio de otros, parece predominar en el mundo una fuerte mirada humanista o humanitaria, donde la vida se ha puesto por delante de cualquier cálculo productivo. Y quedó expuesta una falsa dicotomía, con obreros o consumidores contagiados y muertos no hay aparato productivo ni mercado que resista.
Las formas tradicionales de la esclavitud nunca desaparecieron. Los contenidos tampoco. La lucha por los derechos de los trabajadores trazó un largo camino de huelgas, marchas y mártires para lograr comida y techo en condiciones precarias y de total indefensión frente al empleador, en el mejor de los casos en una jornada de 8 horas que rara vez se cumple y casi siempre se duplica, vacaciones y una pausa para comer.
¿Y el salario mínimo? ¿Y el derecho al disfrute del ocio? Igual que el resto de los derechos conseguidos, su ejercicio quedó restringido a espacios delimitados por el aparato productivo y a servicios cada vez más reducidos, con una marca de privilegio que va creciendo en una siniestra proporcionalidad inversa.
Los nuevos grilletes se afirmaron y expandieron a través de conceptos que intentan tapar el ruido de cadenas: se liberalizó el mercado laboral, ya casi no se nos llama obreros sino colaboradores, socios, partners, usuarios de una aplicación en el extremo de la nueva entelequia. No podemos nombrarnos trabajadores pero se necesita tener varios trabajos, se necesita seguir trabajando ya jubilado para financiar la salud, el techo, los básicos para no morir de hambre.
Sindicalización más, sindicalización menos, la evaluación macro viene mostrando que los trabajadores cuentan con escasas herramientas para confrontar a las patronales y al capital. Estados un poco más fuertes y con voluntad política permitieron mejorar tímidamente las condiciones de un intercambio que no hace falta aclarar que sigue siendo fundacional para toda ideología económica.
El otro consenso que nos trajo esta pandemia no es un dato menor, el contrato social está roto. Si el “fruto de tu trabajo” diario apenas te alcanza para techo, comida y abrigo y el miedo a perder ese puesto te obliga a soportar abusos ¿qué te diferencia de un esclavo?
El fin de las cadenas en el siglo XIX respondió a una evolución ideológica mayoritaria y auto preservante del mismo capitalismo. Lo mismo ocurrió cuando en el siglo XX se avanzó sobre los derechos humanos y laborales.
O se otorgaban derechos o todo volaba por los aires. Las palancas que impulsaron estos saltos fueron condiciones nunca antes vividas por la humanidad, como guerras mundiales, pandemias y otras delicias.
Era cambiar las condiciones del intercambio o dejar que la sociedad estallara. Para otros, calculadora en mano, entender que es más “barato” un trabajador libre que un esclavo encadenado.
El capitalismo no es uno ni es el mismo desde su identificación como ideología económica hasta el presente. No se trata de matices revisar qué se entendía como capitalismo en 1950, 1980, el dos mil y ahora, a veinte años de iniciado este siglo.
No está en crisis el capitalismo, sino sus pujas internas, que se podrían simplificar en dos grandes puntos, distribución de la riqueza y el rol de la timba financiera. Hasta el componente moral sobre cómo se gana el dinero volvió al centro del debate: con “producción real” o jugando con bonos, cambio de monedas y otras “inversiones”.
El mundo como lo conocemos hace imposible que el capitalismo desaparezca. Surgido en el momento justo para acoplarse a la naturaleza humana en su evolución, el capitalismo es lo suficientemente voraz y eficiente como para reinventarse una y otra vez. Sobrevivió a unas cuantas hecatombes y esta no será la excepción.
El planteo de la Renta Básica Universal (RBU) como la salida más clara y contundente de este pozo no viene de una izquierda trasnochada y desgastada por estigmas, la recomienda CEPAL, la estudian partidos europeos de centro derecha, hay programas piloto en Alaska, Finlandia, entre otras voces que suenan muy lejos de Marx y que saben que es la única forma de salvar el negocio.
Al entregar un ingreso mensual para todas y todos los habitantes del orbe que satisfaga completamente las necesidades básicas (sí, eso es la RBU) se modifican las condiciones del intercambio asociadas al “fruto de tu trabajo”.
Cuánto se pague por una labor y las ganas de hacerlo responderán ahora sí a las entrañas del capitalismo, a su fundación ideológica básica, la ambición humana en el más amplio sentido de la palabra.
Ejerzo mis tareas por pulsiones superiores, no sólo intento comer, vestir y con mucho esfuerzo acceder a salud y educación. Deseo más que una vida de esclavo, donde sí me llamaré de mil maneras además de obrero o partner. Ahí sí rozaremos un estado evolutivo más alto. Un nivel más. Para otros, otra vez calculadora en mano, entender que es más “barato” un obrero con un piso de ingresos que un esclavo precarizado.
La renta básica universal es el fin de la esclavitud del siglo XXI. Así de clave para la humanidad.
Así de resistida e invisibilizada por los dueños de las plantaciones de algodón que siguen ordenando azotar a sus trabajadores para agrandar sus números.
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