Diversas han sido las estrategias emplazadas por el Gobierno para instaurar una fuerte política pública que convierta a Chile en una potencia agroalimentaria, proyectando este ideal desde la perspectiva de tener una mayor producción en el sector agrícola. Sin embargo, ¿es propicio aplicar una mirada productivista para lograr este objetivo?
En efecto, que nuestro país se declare con esta intención tiene sentido en tanto se genere un mayor bienestar para los habitantes que se desarrollan en el sector agrícola, particularmente, en la zona rural del país. Dicho bienestar debe considerar el acceso con equidad a servicios y acciones que generan una calidad de vida adecuada, en que la salud, el transporte, la educación, las comunicaciones y los servicios estén presentes para los habitantes del país, incluyendo sin duda el área rural.
Es así como Chile podría llegar a transformarse en una potencia agroalimentaria de forma sustentable mientras aquello derive en un mayor bienestar para los habitantes de las zonas rurales y productivas, por lo tanto, no es posible pensar en generar una mayor productividad sin concebir al mismo tiempo una política de desarrollo rural. La implementación de una política de desarrollo rural exclusivamente productivista o sólo económica desde la actividad agrícola no resuelve el problema de la condición menos equitativa de aquellos habitantes que viven en la zona rural.
En Chile existe una fuerte centralización respecto al acceso de servicios, lo que limita finalmente la equidad territorial para los actores públicos y privados. Entonces existe interés en desagregar el poder para permitir que las áreas rurales se vinculen de mejor manera a un mayor bienestar social y en igualdad de condiciones que el resto de los habitantes.
En consecuencia, no es posible pensar en que la actividad agrícola alcance niveles de potencia agroalimentaria sin incluir la equidad territorial.
Por otro lado, si se piensa que la actividad agrícola contribuye al desarrollo de una potencia agroalimentaria, es importante plantear que esto se puede lograr dando un valor agregado a los productos sin que necesariamente se deba aumentar la superficie cultivable bajo riego. Por lo tanto, las políticas públicas destinadas a posicionar a Chile como potencia agroalimentaria deberían estar enfocadas en base a estos lineamientos.
Por esta razón, el aporte que las regiones áridas o semiáridas de nuestro país, como la Región de Coquimbo, puede entregar al desarrollo agrícola y a la visión de una potencia agroalimentaria tiene que ver necesariamente con la calidad, la diversidad y el valor agregado de los productos, y no con el incremento de la superficie cultivable bajo riego.
Es de saber que Chile no es el único productor de alimentos a nivel mundial, y hoy en día se compite en muchos aspectos con países vecinos que han definido políticas con fuertes componentes territoriales en inversión pública y privada, lo cual reduce nuestra ventaja comparativa. Además, esta brecha competitiva se ha ajustado aún más con el ingreso de nuevos países participantes, quienes han cubierto las ventanas de mercado que antes estaban abiertas.
Entonces nos preguntamos cuál es la lógica que permite permanecer en los escenarios comerciales con una presencia importante, donde el volumen y calidad son relevantes. Es justamente aquí donde se produce una encrucijada, porque en la medida en que otros van ocupando espacios en los mercados, el país se ve obligado a ir a otros lugares eventualmente más lejanos a vender sus productos.
Es evidente que Chile posee las condiciones necesarias para posicionarse como una potencia agroalimentaria, pero también es claro que existe una fuerte competencia con otros países. En este sentido, el Estado se debe incorporar activamente en promover el posicionamiento de los productos chilenos en los diferentes mercados y así generar un mejoramiento en la calidad de vida de todos los actores participantes de la cadena productiva a nivel nacional.
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