Correr la cerca

El intento de resituar el debate a los viejos términos con foco en pobreza y no en desigualdad, es una aspiración de la derecha que algunos viudos de la concertación y la tercera vía comparten.

Un artículo reciente del profesor Agosín, Director de la carrera de economía de la Universidad de Chile sitúa dos problemas relevantes, haciendo eco de las posiciones más conservadoras, sin que él necesariamente sea un adalid de dichas posiciones. En éste podemos sostener se afirman dos posturas esenciales.

De una parte, la afirmación que la distribución del ingreso del país ha mejorado en los últimos años y, la segunda, una interpelación en el dominio valórico al valor de la igualdad.

Respecto de lo primero, baste decir que para sostener lo que hace, sin duda la referencia está basada en el coeficiente Gini. Este coeficiente distribuye el ingreso en los distintos grupos de población, organizándola desde menos ingreso a mayor ingreso.

Esta organización se puede dar por percentiles (cada 1%), deciles (cada diez por ciento) o cualquiera fracción a condición que cada unidad reúna la misma cantidad de personas que cualquier otra de la misma denominación. De acuerdo a este análisis, la participación de cada grupo en el ingreso nacional es evaluada, siendo un valor entre 0 (perfecta distribución) y 1 (completa desigualdad). El problema del coeficiente es que, de acuerdo a lo observado por el profesor Palma, economista chileno radicado en Cambridge, que dicha variación esconde algunos rasgos muy importantes.

La participación de los segmentos “medios” en la distribución, en distintos países y en distintas épocas parece converger en torno al 50% del producto. Es decir, la población que está entre el tercer decil y el décimo (4 al 9), participan siempre del mismo porcentaje, un 50%. Por ende el resto se distribuye entre los deciles 1,2 y 3 y el decil 10 o el más rico.

El profesor Palma propone un índice que sitúa la comparación en la variación de la participación entre los deciles de menores ingresos (1 al 3) y la de mayores (decil 10) lo que se conoce como índice de Palma.

Cuando se analiza de ésta manera los resultados siguen situando a Chile entre los países más desiguales de América Latina (10 de 16 donde 1 es más igualitario) . Una conclusión obvia es que cualquier incremento de la participación del ingreso para una de las dos colas de la distribución, debe representar una variación inversa en la otra. Si, el clásico juego de acumulación en que lo que uno gana el otro lo pierde. Qué pasaría si analizamos la distribución del ingreso entre capital y trabajo en los últimos 50 años, siguiendo la propuesta de Piketty?

Una vez más, quien elige el indicador elige el resultado. El índice desarrollado por el profesor Palma está siendo utilizado cada vez más ampliamente (el Índice de Desarrollo Humano, Las cuentas Nacionales británicas y la OCDE entre otros). Pero la tendencia principal del pensamiento económico en el país resiste medirse con varas más desafiantes y prefiere comparar cifras que, ya en el siglo 21, parecieran formas inadecuadas.

La segunda afirmación adquiere forma de una interrogante posterior a una constatación. Se parte apelando a que la pobreza en el país ha disminuido, lo que equivale a cambiar de conversación. Es sabido que la pobreza ha disminuido, como también que lograr disminuciones en la pobreza es mucho más simple que reducir la desigualdad.

Por ejemplo a Brasil, la reducción de la pobreza le costó menos de un punto de su PIB. Es aquí donde emerge la afirmación más dura del artículo. Esta sostiene primero en la modalidad de pregunta algo que esconde una propuesta. ¿Pobreza o desigualdad?, en que el autor se inclina por concentrar los esfuerzos en la primera.

Al hacerlo, y sin citarlo pues la lectura completa compromete, refiere a la idea de bienestar que propone Jeremy Bentham, respecto que el incremento del bienestar de una parte (persona o empresa) es deseable, a condición de no reducir el bienestar de otra, pues incrementa el bienestar global. Vista la prueba de Palma, ya la afirmación es peregrina. Pero exploremos más.

El incremento de la riqueza conlleva un peso creciente de un grupo limitado (y coordinable) de actores sobre la actividad económica, de donde se rompe la posibilidad de que operen reglas de mercado (ningún actor individual o asociado puede afectar la formación de precios). Esto se suma a las perdidas asociadas a la distribución del ingreso entre capital y trabajo, resultado de las negociaciones entre empresas y trabajadores en un contexto de máxima desigualdad.

Los precios serán más altos que los que encontraríamos en mercados competitivos, con la consecuente pérdida entre ingreso nominal y real.

La segunda es que da origen a lo que se denomina “capitalismo vertical”, en que un grupo puede afectar los procesos de decisión pública concentrando influencia en medios de comunicación, equipos de intelectuales pagados para defender sus intereses y la compra, vía financiamiento, de segmentos importantes de los actores políticos, independiente de su posición, a lo que se agrega la posibilidad de afectar la propia formación de opinión de las personas, por vía de medios pero también en la guerrilla informática como viene siendo documentado en situaciones en Inglaterra y Estados Unidos al menos.

Sin autonomía de los ciudadanos, con concentración de medios de comunicación y con ese nivel de recursos para actuar sobre la economía, la cultura y la política, es discutible si una sociedad puede sustentar tales desigualdades e igualar el peso de los actores en la toma de decisión para denominarse democrática.

Cambiar la preminencia de un concepto a veces es correr la cerca, resituando la deliberación conceptual, por lo que debemos detenernos antes de acoger propuestas que pueden tener consecuencias extendidas.

No es solo la pobreza, sin duda es también la desigualdad, y su combate adquiere carácter civilizatorio.

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