Que la ley refleje las concepciones de justicia de nuestra sociedad debiera ser una aspiración permanente para ciudadanos, abogados y legisladores. Puede entenderse que esto no sea posible en todos los casos, sin embargo, lo que parece inaceptable es que sea la propia ley la que traicione este ideal creando atajos y excepciones. Esto ocurre con las gratificaciones, una buena idea, en apariencia justa, pero que es condenada por la propia ley a ser prácticamente letra muerta.
Según dice el Código del Trabajo, la gratificación es una forma de remuneración que consiste en la parte de utilidades con que el empleador beneficia el sueldo del trabajador. Lo que busca esta norma es que los empleadores reconozcan el aporte que todos los trabajadores hacen a la empresa, beneficiándolos con un porcentaje de las utilidades obtenidas. Detrás de esto, hay una idea de justicia, compartir con los trabajadores y trabajadoras, ganancias que, en principio, corresponderían sólo al dueño.
Así, la ley parte colocando un piso mínimo que todo empleador debería cumplir. Empresas o establecimientos que obtengan utilidades deberán gratificar anualmente a sus trabajadores en una proporción no inferior al 30% de dichas utilidades, lo que será distribuido en forma proporcional a lo que gana cada trabajador.
Es la propia ley, sin embargo, la que un par de artículos más adelante, convierte en letra muerta esta buena idea. El artículo 50 del Código del Trabajo permite a los empleadores acogerse a este sistema alternativo, pagando a sus trabajadores un suplemento de un 25% de sus remuneraciones mensuales. Este porcentaje debe pagarse haya o no utilidades durante dicho ejercicio, sin riesgo para el trabajador.
De acuerdo con las cifras de la ENCLA 2014, sólo un 2,4% de las empresas otorga gratificaciones a través del artículo 47.
Las razones detrás de esto no son difíciles de encontrar. Por una parte, se asegura a los trabajadores un monto predecible como remuneración, mientras que por otra, se reduce el riesgo de repartir montos altos en ejercicios en que haya utilidades.
De esta forma, las gratificaciones dejan de ser un reconocimiento al aporte de los trabajadores en el éxito de la empresa y pasan a ser un ítem más en la liquidación mensual. Esto ha sido internalizado a tal nivel que muchas veces los empleadores se equivocan en la forma de redactar los contratos e incluyen la gratificación como parte del sueldo.
Se pierde con esto no sólo una oportunidad de justicia, sino de involucrar activamente a los trabajadores en los resultados de la empresa, de crear en su interior una comunidad de intereses, que vaya más allá del solo intercambio de trabajo por sueldo.
Terminar con la gratificación garantizada del artículo 50, sin embargo, parece no ser una solución adecuada a un desafío de justicia, comunidad y productividad. Si sólo un 2% de las empresas utilizan el mecanismo de la gratificación “general” es, probablemente, porque el instrumento es malo.
Propongo, por tanto, reformar el sistema de gratificaciones. Debe terminarse, por una parte, con la traición que la gratificación garantizada infiere a la idea de justicia de compartir utilidades, pero debe rediseñarse, también, un sistema que resulte interesante tanto para trabajadores como para las empresas. Un sistema que aporte a la productividad, a la creación de comunidad, y que genere incentivos para que todas las partes se beneficien.
Mirar a las utilidades que efectivamente se distribuyen, revisar la magnitud a asignar a trabajadores, así como la temporalidad para definir la procedencia de la distribución de utilidades, pueden ser elementos a considerar en una reforma.
Asimismo, incorporar elementos de flexibilidad para aquellos períodos en que la empresa sufre pérdidas, que sin causar un perjuicio a los trabajadores puedan liberar en algo la presión del empleador, podría redundar en un involucramiento de los trabajadores en los resultados de la empresa, que incentive el buen trabajo, la productividad, y el aporte de ideas para mejorar.
El crecimiento y dinamismo de nuestra economía depende en parte muy importante de las empresas, en todas sus versiones y tamaños. Es justo, entonces, que el Estado se ocupe de ofrecer reglas que permitan el mejor desarrollo de las empresas, no sólo para sus dueños, sino para todos los que día a día entregan su trabajo y dedicación para que éstas funcionen.
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