Cuando el presidente del Banco Central dice que una política pública puede traer consecuencias económicas "extremadamente graves" es porque los equipos técnicos -que son un batallón de economistas con doctorados, magísteres o amplia experiencia- han llegado a la plena convicción de que eso es así.
Probablemente todos sus profundos análisis y sus complejos modelos económicos y financieros alimentados con el comportamiento histórico y actual de los agentes económicos (empresas y personas) llevaron a esta institución -que no tiene agenda política- a hacer esta advertencia, diría que inédita por su dureza.
Por muchos años, hubo una relación fluida entre política y economía. Los representantes públicos buscaban promover políticas para mejorar la vida de las personas y los economistas ponían los números para que esto fuera posible sin desestabilizar el país. Así fue como tuvimos varios años con alto crecimiento económico y otros, con crecimientos que, si bien fueron precarios, no llegaron a esas recesiones prolongadas que tuvimos antaño.
Esa relación fluida parece haberse roto, a la luz de una profunda crisis que coincide con un intenso cronograma electoral. En las crisis hay quiebras, desempleo, pérdidas de patrimonio, incertidumbre, que predisponen al elector a entregar su voto a quien otorgue más opciones de dejar de sufrir los efectos de la pérdida de ingresos sin medir las consecuencias futuras.
Desde el año 2020 el foco de las políticas públicas ha estado en cómo aliviar el sufrimiento de quienes han sido afectados por la crisis. Ante las dudas de gasto que tuvo inicialmente el Gobierno, se abrió el camino al retiro de los fondos previsionales, que continuaron a pesar de una apertura más amplia de la billetera fiscal.
Por supuesto que hubo economistas que advirtieron sobre las consecuencias negativas de los retiros para el futuro del ahorro previsional. Pero quizás fallaron en señalar que al principio iban a producir, efectivamente, más consumo y, por tanto, una recuperación de la economía. Pusieron el acento en los perjuicios futuros que ya empiezan a verse (mayor inflación, aumento del precio del dólar y tasas de interés más altas) y no en este bienestar transitorio que podrían generar.
La sensación de alivio general no sólo sacó aplausos a los retiros, sino que abrió el apetito para más (en vez de una jubilación probablemente precaria, me compro un auto hoy). Y la crisis también fue una oportunidad para romper ya definitivamente el chanchito y entregar ayudas fiscales, porque el ahorro es justamente para usarlo en estas circunstancias.
Pero cuando la recesión ya está en retirada, la economía crece a tasas de dos dígitos y los confinamientos se terminaron, seguir drenando los recursos fiscales a razón de 3.000 millones de dólares mensuales para el IFE hasta noviembre (el mes de la primera vuelta presidencial y las elecciones parlamentarias) y sumarle otros miles de millones en un nuevo retiro previsional no puede más que profundizar los efectos negativos que ya se están experimentando.
Es como un deja vu de aquellos años en que los gobiernos recurrían a emisiones inorgánicas del Banco Central que derivaban en espirales inflacionarias difíciles de controlar.
Ya hay cada vez más voces de prestigiados economistas que miran con espanto el escenario que se va configurando. Porque, simplemente, no dan los números para seguir gastando a este ritmo y, a la vez, promover un Estado de bienestar con estabilidad económica y derechos sociales garantizados. Justamente, uno de esos derechos es a una pensión digna, pero los retiros previsionales han generado un serio deterioro de esa posibilidad.
Durante gran parte de mi vida profesional me relacioné con economistas. Hasta me casé con una economista excepcional. Y aprendí desde el periodismo a entenderlos. En el Banco Central tuve que hacer esfuerzos para distinguir cuánto de sesgo político podían llegar a tener sus decisiones, porque las largas reuniones de evaluación eran altamente técnicas. Lo que podía ver después, es que esas decisiones se traducían en resultados concretos, como el tener una inflación promedio anual de 3,2 por ciento desde el año 2000 hasta ahora o que, desde Teatinos 120, sede del Ministerio de Hacienda, otros economistas de centroizquierda o de derecha, mantenían las cuentas fiscales lo suficientemente ordenadas como para generar los ahorros que hoy permiten gastar todo lo que se está gastando para enfrentar la crisis. Súmele a eso el alto nivel técnico que está mostrando la Comisión para el Mercado Financiero (CMF) y las positivas consecuencias que tendrá en la prevención de eventuales crisis financieras.
Pero hoy, los economistas no están siendo funcionales a esa sensación de alivio y bienestar que corre por el país después de la crisis. La mejor demostración es que, a pesar de la contundente información entregada por organismos técnicos en la Cámara de Diputados, no pasó mucho antes de que fueran desacreditados sin mayor fundamento, argumentando que han augurado un caos que no llega.
En rigor, los economistas no hablan de caos, sino que prenden la alerta de que reiteradas medidas de este tipo van poniendo en serio riesgo el desempeño de la economía chilena y, con ello, el bienestar de sus habitantes. Pero pareciera que el futuro para los promotores y defensores de estas iniciativas no va más allá de noviembre.
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