Durante los más de 10 años en que me he dedicado a la sostenibilidad y a la responsabilidad social empresarial he sido testigo de avances sorprendentes en muchas grandes empresas que se han tomado en serio esto de no ser sólo productoras de utilidades para sus accionistas sino, sobre todo, generadoras de valor para la sociedad en la que están insertas. Las que tienen éxito en esa dirección, por añadidura, suelen ser mucho más rentables, en el largo plazo, que las que se quedaron en los “business as usual”.
Sin embargo, hay bastante consenso en que, incluso las más avanzadas, tiene aun importantes desafíos pendientes en su relación con los contratistas.
El reciente estudio de Eticolabora, “Colaboración en tiempos de crisis: las prácticas de las empresas comprometidas con la sostenibilidad”, en el que se analiza la predisposición al diálogo entre empresas de vanguardia y sus respectivos públicos de interés, para el período pos pandemia, lo refleja de manera casi brutal.
Ante la pregunta, “¿cómo evalúa las prácticas de su empresa durante la pandemia en su comunicación con sus públicos de interés?” un 84% de los altos ejecutivos encuestados estiman que “lo han hecho bien” con sus propios trabajadores. En el caso de los contratistas, sólo el 40% se autoevalúa positivamente.
Una empresa a la que asesoro en esta materia me lo expresó con esta claridad. “estamos entre los 10 mejores en el Great Place to Work pero ni siquiera sabemos cuáles son las condiciones en que trabajan nuestros contratistas”. Es que las empresas se comportan como nosotros, las personas: unas y otras a veces preferimos “no saber” para no asumir el costo de “saber”.
¿Sabemos en las empresas si en nuestra cadena valor hay acoso laboral o sexual?
¿Sabemos si hay trabajo infantil o trata de personas? ¿Sabemos si se pagan las horas extraordinarias o si se cumplen normas laborales básicas como la extensión de la jornada y el derecho al descanso?
¿Vamos a esperar a que ocurra un accidente fatal para preocuparnos de sus condiciones de seguridad?
¿Tenemos conciencia que la contracara de una “buena negociación de precios” con empresas contratistas (especialmente las más pequeñas) puede ser la precarización de los empleos?
Así, mientras las agendas de “trabajo decente”, de apoyo a la diversidad y a la equidad de género, de “felicidad en el trabajo”, avanzan con decisión con los trabajadores propios (algo que tenemos que seguir haciendo, ¡qué duda cabe!), es posible que con algunos de nuestros trabajadores contratistas ni siquiera se estén respetando los derechos humanos más elementales.
En muchos casos, las diferencias de remuneraciones entre los trabajadores propios y los contratistas son importantes. Pero más allá del tema de “las lucas”, en mi propia experiencia profesional reciente con contratistas, ellos muchas veces me expresaron que su dolor más grande tiene que ver con una odiosa lógica de discriminación cotidiana: sentirse “invisibles” o de segunda clase al circular por las oficinas de la empresa contratante es una experiencia que, no por permanecer oculta deja de ser vivida con amargura y provocar resentimiento.
Probablemente, éste es el tipo de desafíos a priorizar para superar nuestra endémica inequidad económica y la dolorosa exclusión social que conlleva. Esa que, como sabemos, puede estar en la base de un “estallido social”.
Sería injusto responsabilizar completamente a las empresas de esta situación, la inequidad en la educación, la segregación espacial, el desigual acceso a tecnología y al mercado financiero, por nombrar sólo algunos factores, son desafíos para el conjunto de las instituciones del país.
Lo que sí está en el rango directo de acción de las empresas es el “poner luz” en el problema, “saber” qué ocurre en su cadena de valor y asegurar el cumplimento de condiciones mínimas: respeto a las normas laborales y a los derechos humanos.
Algunas empresas ya han desarrollado iniciativas en el ámbito del cuidado del medio ambiente, calculando “la huella de carbono” o “la huella hídrica” de todo el proceso productivo. Creo igualmente necesario comenzar a trabajar “la huella social” en toda la cadena de valor.
La experiencia indica que se trata de una inversión que resultará rentable en el largo plazo, compensando de sobra los costos iniciales, entre los que tenemos que considerar la vergüenza por lo que descubramos al prender la luz.
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