Porque reclamamos contra las concesiones parece que olvidamos cómo era Chile hace 20 años: sin doble vía, con malos caminos, con menos autos. El desarrollo permite más acceso y movilidad. En los fines de semana largos las autopistas tienden a congestionarse, generando interés noticioso, y a veces los atochamientos copan el debate público. Entonces pareciera que la modernidad no nos gustara. Entonces uno se pregunta qué es lo que no nos gusta: las concesiones, que nos cobren, que hayan tacos, que no nos expliquen.
Parece que estamos ante una historia mal contada. ¿Cómo puede ser que una política pública tan exitosa, tenga tan mala fama?
¿Habrá algo que los gobiernos y las empresas olvidaron de contar?
¿No será tiempo de decir que, “los usuarios pagaremos a los privados, porque ellos han hecho una inversión que el Estado no estaba en condiciones de realizar y que con cargo a esos recursos el Estado ha realizado lo que fuere, pero nos deben contar que han hecho?”.
En los últimos veinte años las concesiones en materia de Obras Públicas han sido un pilar fundamental de la modernización del país, reduciendo la brecha en infraestructura pública y dinamizando la economía, ese es un argumento de los técnicos. Parece innegable que, por ejemplo, carreteras y autopistas urbanas han reducido considerablemente los tiempos de traslado con la consiguiente mejora en la calidad de vida de los usuarios.
Pero, si reconocemos las concesiones como un factor de modernización que le ha cambiado la cara al país, ¿por qué le cuesta tanto a la opinión pública y, principalmente, a los propios usuarios, empatizar con la inversión privada en bienes públicos?
¿Por qué, pese a que el sistema ha generado resultados que son propiamente visibles y tangibles se cuestiona su legitimidad?
Desde las comunicaciones, es posible diagnosticar que la historia sobre las concesiones está siendo mal contada, que no se han revelado suficientemente y con claridad las transformaciones generadas y su resultado en cuanto mejora de nuestro bienestar. Antes de las nuevas autopistas, por ejemplo, era difícil llegar desde Santiago a Puerto Montt en un día.
Por el contrario, la percepción negativa sobre las concesiones ha ganado su lugar sin necesariamente tener que sopesar ni tomar en cuenta que la inversión, en este caso de privados, ha mejorado los bienes públicos y ha permitido al Estado realizar otros gastos.
¿Por qué dudar de una política pública que ha permitido cambiar la cara de la infraestructura en Chile? ¿No es eso un noble propósito?
Hace recién unos días se produjeron grandes atochamientos durante el fin de semana. ¿No pasa eso en otras partes del mundo?
¿No es indicador de bienestar que varios cientos de chilenos y chilenas tengan mejor acceso, o no cuenta que la venta de vehículos nuevos aumentó en 21,5% durante el primer trimestre de 2018?
¿Por qué el último ránking de reputación del Reputation Institute y la consultora nacional Triangular sitúa a las autopistas como una de las áreas peor evaluadas (solo por sobre las isapres)?
¿Es acaso que el lugar negativo que antes ocupaba el Transantiago ha sido desplazado por una alternativa que debió absorber a esos usuarios descontentos con el transporte público?.
Entonces, el problema es quién paga la cuenta, o cómo se cuenta la historia. Para tomar decisiones clave en temas sensibles para el país como es el de las concesiones es necesario sincerar el debate y conocer con claridad qué ventajas y riesgos representa cada definición.
Cómo somos capaces de informar, y comunicar las políticas públicas en un ambiente de descontento. Entendiendo así, que una respuesta puramente técnica no alcanza, se requiere encarnar las subjetividades de los beneficios, los costos y pendientes que el progreso ha traído a nuestras vidas.
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