Sin duda, mediante la ley de inclusión el país ha avanzado en “abandonar las prácticas que han permitido tratar a la educación como un bien de consumo”, tal como se proyectaba en el Programa de gobierno de la Nueva Mayoría. Nadie podría afirmar que no es positivo extender al sistema privado características propias de la educación pública, como no lucrar ni cobrar ni seleccionar.
Sin embargo, para transformar a la educación en un derecho no basta con crear un sistema privado orientado por lógicas de la educación pública. Debemos recordar que la decisión de un sostenedor privado de asumir como propios los principios de la educación pública es siempre una decisión contingente, pues en rigor puede hacer lo que quiera con su propiedad. Bajo otras condiciones un sostenedor privado podría tomar otras decisiones. Por ejemplo, si no dependiera del financiamiento estatal, un sostenedor privado podría, como de hecho lo hacen, lucrar, cobrar y seleccionar.
El Estado, en cambio, tiene una responsabilidad ineludible frente a los ciudadanos. Lo que para el sostenedor privado es una posibilidad para el Estado es un deber. Cuando el Estado garantiza un derecho no puede generar ganancias privadas, ni cobrar ni discriminar a los ciudadanos. Esto significa que la educación pública, la educación provista por el Estado, debe necesariamente estar abierta a todos, porque los reconoce a todos como ciudadanos.
Este deber del Estado frente a los ciudadanos requiere un sistema de educación pública fuerte. Pero, un sistema de educación pública fuerte no puede tener tan solo el 36% de la matrícula. Hoy no tenemos un sistema mixto de educación. Lo que tenemos es un sistema privado con un apéndice público. En este sentido, cualquier proyecto de ley o programa que pretenda fortalecer la educación pública debe proponerse aumentar su matrícula, lo cual implica realizar proyecciones, es decir, atreverse como Estado a planificar.
Y no puede planificarse un aumento de la matrícula pública con un sistema de financiamiento que condiciona el desarrollo institucional de los establecimientos escolares a las elecciones individuales de las familias. No puede el Estado condicionar el desarrollo de sus establecimientos y del sistema de educación pública a los efectos de la oferta y la demanda. En consecuencia, la decisión de fortalecer la educación pública requiere necesariamente terminar con el financiamiento a la demanda y establecer un sistema de financiamiento directo.
Un Estado que no se atreve a planificar es un Estado que confía en los mecanismos del mercado, que confía en lo que el pensamiento neoliberal llamó “planificación descentralizada”.
Un Estado que planifica no es un Estado que incurra en alguna “fatal arrogancia” (en el decir de Hayek), sino más bien un Estado que cumple con el deber que tiene frente a los ciudadanos.
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