Se está gestando una nueva demanda social en las universidades y, particularmente, en las carreras más tradicionales: mirar críticamente la carga académica, esto es, el conjunto de tareas en relación al tiempo disponible para cumplir adecuadamente las exigencias universitarias. El que no lo quiera ver es porque ha sucumbido a la naturalización de las sobrecargas académicas en el mundo universitario, en un contexto de prácticas educativas y sociales marcadas por el adultocentrismo y el autoritarismo educativo.
El dato más reciente, ese que señala que casi uno de cada dos universitarios estaría en “riesgo de ser diagnosticado con un trastorno clínico depresivo, ansioso o de estrés”, debe llevarnos a reflexionar seriamente sobre qué está pasando detrás de tales síntomas y demandas juveniles.
Pareciera que, después de tantos esfuerzos de política pública en la última década, la instalación de los llamados créditos transferibles (SCT) no ha permeado la cultura organizacional de las universidades.
Recordemos que este sistema de medición de la carga académica, bien inspirado pedagógicamente, representa un intento de racionalización del trabajo de los estudiantes, calibrando el peso específico de cada actividad curricular e implicando una explicitación de las horas de trabajo en aula y también fuera del aula.
La idea primigenia de esta innovación, alentada por el Consejo de Rectores de Universidades Chilenas (CRUCH) y el Estado, ha sido sopesar adecuadamente las horas de clases, de lectura, de laboratorio, de trabajo grupal, de estadía en biblioteca y de terreno de los estudiantes, para cada asignatura, reduciendo los excesos que ciertas actividades académicas tradicionalmente han representado, exceso de ayudantías, profesores que consideran su ramo el centro del currículo, duplicación de contenidos, alto número de trabajos y tareas sin sentido práctico, entre otras.
En este contexto, podemos preguntarnos si ¿los cientos de millones de dólares que se han invertido en las universidades chilenas - vía MECESUP - efectivamente han podido modificar la filosofía educativa que orienta las prácticas docentes en educación superior?
Me refiero, por ejemplo, a si aún persiste la noción darwinista de que la Universidad es sólo para los mejores y que, de ser así, la mejor inclusión siempre debe ir acompañada - en forma oculta - de mecanismos de exclusión a través de barreras que las mismas organizaciones universitarias ponen a sus estudiantes, semana a semana, mes a mes, semestre a semestre, hasta ver caer en las estadísticas de la deserción a la mayor parte de ellos.
Lo lamentable de estas prácticas educativas es que los procesos formativos, más en unas carreras que en otras (las llamadas “tradicionales”), se expresan en relaciones de abuso de poder y de negación de los otros, en correlación con otros abusos, tales como el abuso sexual y el maltrato, en general.
Esto puede significar, como han dicho algunos pedagogos, que el estudiante universitario está presente en el aula -después de sortear años de barreras de capital cultural y económico - pero que el sistema aún no le permite existir, esto es, que pueda sentir que es acogido, contar con la empatía de los profesores, sentir que hay interés real en su formación, disfrutar de las actividades que se le ofrecen para poder aprender bien e ir alcanzando las competencias que cada perfil de egreso plantea.
Si es verdad esto, entonces, la universidad y muchas de las carreras “de mayor prestigio”, no dejan de mirar “por encima del hombro” a sus estudiantes ni de invisibilizar sus intereses, formas de aprendizaje y talentos múltiples. Por eso decimos que la docencia universitaria es adultocéntrica. Entonces, también podemos inferir que la universidad opera como un recinto autoritario que no permite diálogo, ni reflexión, ni la práctica de la libertad, como diría Paulo Freire, todo lo cual ha sido percibido por las nuevas generaciones de jóvenes como una manifestación más de abuso en nuestro país.
En consecuencia, no hay “flojera, ni desgano, ni comodidad” en el estudiantado, lo que hay es abuso de poder - en la forma de “abuso educativo”- en buena parte de la vida universitaria y ello correlaciona con la reproducción de la desigualdad social, tal como lo ha sostenido Pierre Bourdieu.
Frente a estas demandas educativas y sociales no cabe el argumento trivial de la escolarización, es decir, la postura de los docentes que defienden este sistema autoritario bajo la premisa de que la universidad no es igual que un colegio (escolarización) y que, al contrario, tiene que operar como una institución donde sólo los más “preparados y talentosos” deben llegar a la meta (darwinismo).
Pues bien, ni escolarización ni darwinismo es tolerable en las universidades, sencillamente coherencia ética y política para incluir y atender las diferencias de los estudiantes, con cargas académicas bien diseñadas y posturas pedagógicas renovadas que potencien sus aprendizajes, reduciendo al máximo las barreras que la propia cultura organizacional ha levantado.
En este contexto, es lamentable observar a quienes, casi mofándose, señalan como contrapartida a esta demanda estudiantil que la “vida laboral es así” (ardua, estoica, sufrida, sacrificial, competitiva, exigente), pues, sin darse cuenta, extienden la naturalización de prácticas abusivas universitarias también al mundo laboral, legitimando la forma de concebir el trabajo en una sociedad capitalista y consumista como la chilena.
Estamos ante la emergencia de una nueva demanda estudiantil y lo más probable es que los adultos perseveremos en la actitud de no escuchar, ni entender ni tampoco valorar en su raíz pedagógica el problema de la carga académica en las universidades.
Quienes participen de este conflicto deberían re-visitar a los autores que han señalado que la educación es una práctica social de control (adaptación) o de transformación (cambio social). Parece que se acerca la hora de la transformación.
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