Hace unos días, Australia dio un paso sin precedentes al prohibir que menores de 16 años tengan acceso a las grandes plataformas de redes sociales. A partir de esta medida, las compañías tecnológicas deben eliminar cuentas de quienes no cumplan esta edad o se expondrán a multas millonarias y sanciones severas.
Este hecho abre un debate en Chile y también en el mundo respecto a un fenómeno mundial: empresas que lucran con el tiempo y la atención de nuestros hijos e hijas, diseñado con algoritmos que priorizan la adicción, la exposición a contenidos dañinos y, en muchos casos, la vulneración de su salud mental y emocional.
En Chile empezamos un debate similar en la discusión del proyecto de ley, que entrará en vigencia desde el próximo año, que prohíbe el uso de celulares en las salas de clases, con algunas excepciones como necesidades de aprendizaje, de salud o emergencias. Esta iniciativa surgió, por una parte, desde los profesores que no podían competir por la atención con un aparato móvil, como también desde los propios estudiantes que, al ser consultados, optaban por dejar los teléfonos fuera.
Pero la discusión de fondo es otra, es sobre la atención de los niños y niñas. Hoy las redes sociales han revolucionado la forma en que nos comunicamos e informamos del mundo y, junto con los beneficios que generan, no podemos olvidar que son modelos de negocio dedicados a aumentar el tiempo en pantalla. Su negocio depende de que todos nosotros estemos más tiempo de nuestro día mirando la pantalla. Por el contrario, todos los estudios científicos demuestran que la exposición prolongada a las pantallas genera consecuencias adversas.
El modelo de negocio, por tanto, se contrapone a la salud mental y emocional de la infancia. Los riesgos son múltiples, la sobreexposición genera ansiedad, deteriora la concentración y desplaza actividades esenciales para el desarrollo, tales como la lectura, el juego, la creatividad y la socialización presencial, además de dejar expuestos a nuestros hijos a riesgos graves, entre ellos el grooming, el ciberacoso y la proliferación de contenido inapropiado para su edad.
La prohibición australiana nos muestra que es posible colocar límites a un mercado que hoy regula, en gran parte, la vida de los más jóvenes. Pero quiero ser clara: mi propuesta no es legislar desde el miedo ni una condena total a la tecnología, sino una invitación a que discutamos cómo son los espacios digitales que hoy existen, sus efectos y tomar decisiones a partir de la evidencia y experiencia para nuestras futuras generaciones. Poner el interés común por delante.
El debate también debe considerar que medidas de este tipo no tienen por qué ser rígidas o absolutas, sino parte de un enfoque más amplio: educación digital en todos los niveles, formación de competencias para el autocuidado en línea y mecanismos reales de supervisión y responsabilidad para las grandes plataformas tecnológicas.
Chile tiene la oportunidad de aprender de experiencias como la australiana, recogiendo sus logros y sus desafíos y adaptándolos a nuestra realidad y contexto. Es hora de poner a los niños y jóvenes antes que los intereses comerciales de las grandes tecnológicas. La tecnología llegó para quedarse, son los desafíos que nos toca enfrentar en este siglo y lo que tenemos claro es que queremos que niños, niñas y adolescentes desarrollen habilidades digitales, pensamiento crítico y autonomía, pero también queremos defender su bienestar, su salud mental, su capacidad de jugar, de conversar, de tener amigas y amigos de verdad.
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