Tras las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela dictadas a fines de marzo pasado, por las que este órgano se arrogó los poderes de la Asamblea Nacional mientras continúe el supuesto “desacato” del parlamento, la conferencia de obispos católicos de dicho país reaccionó con una declaración a mi juicio ejemplar y valerosa, que resulta interesante no sólo por el contexto en que se enmarca, sino por el contenido político que sutilmente esboza.
En opinión del episcopado venezolano, estas dos sentencias “que desconocen e inhabilitan el órgano público que representa la soberanía popular” son una expresión del “ejercicio omnímodo y unilateral del poder” y por tanto “moralmente inaceptables”. Y agregaron: “Una nación sin parlamento es como un cuerpo sin alma. Está muerto y desaparece toda posibilidad de opinión divergente o contraria a quienes están en el poder”.
Ante estas circunstancias, los pastores fueron enfáticos en sostener que para el católico es un imperativo reaccionar ante los atropellos del poder mediante, entre otros medios, las protestas pacíficas y la desobediencia civil. “Es una responsabilidad ineludible porque frente al mal nadie puede permanecer como simple espectador (…) No se puede permanecer pasivos, acobardados ni desesperanzados. Tenemos que defender nuestros derechos y los derechos de los demás.” expresaron.
Del mensaje quiero rescatar dos aspectos generales que los obispos sacan a flote.
Primero, y sin entrar en la discusión normativa de si las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia venezolano se ajustaron o no al ordenamiento jurídico, hay decisiones de la autoridad que, en la medida que socaban la soberanía popular convirtiéndose en un atropello de poder, son moralmente inaceptables, y por tanto, completamente repudiables.
Segundo, ante decisiones de este tipo, se tiene el deber de actuar, de combatir el mal, mediante la toma de conciencia, la protesta pacífica, la desobediencia civil. Esto último resulta interesante porque implica no acatar, no obedecer, desconocer la imperatividad de esas decisiones porque son precisamente inmorales, inaceptables.
Si bien estas premisas son fácilmente aceptables ante flagrantes y evidentes decisiones autoritarias que transgreden los derechos más fundamentales de las personas, no lo son tanto - al parecer - cuando estamos frente a manifestaciones revestidas de legalidad, formalmente ajustadas a la ley, pero totalmente inmorales en su esencia, en sus efectos materiales. Expresiones de autoridad que socaban la soberanía popular y se erigen como un abuso de poder.
Sólo por mencionar un ejemplo, yo me pregunto ¿no es moralmente inaceptable tener que forzosamente entregar un porcentaje de mi sueldo a una entidad llamada Administradora de Fondos de Pensiones (AFP) que lo toma y lo invierte en una empresa que no promueve el desarrollo local, que no respeta los derechos de sus propios trabajadores, que incurre en prácticas antisindicales, que no cumple con un estándar medioambiental mínimo, que luego me presta a mí mismo esa plata a un interés impúdico y que además se colude para estafar a gran parte de mis conciudadanos?
Cuando logre subirse a un vagón del metro en estación Baquedano en hora peak y vaya intolerablemente apretado, le propongo que recuerde el mensaje de la Conferencia Episcopal Venezolana, no se quede tranquilo, no se acobarde, proteste incansablemente y si es necesario, desobedezca, porque detrás de cada mala política pública, hay también una decisión atropelladora de la autoridad.
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