Las encuestas de opinión pública se han tomado el último tiempo las conversaciones y debates sobre quién será o debiese ser el futuro Presidente de la República. No son pocas las veces en que he escuchado a más de alguien señalar que en razón de tal encuesta será imposible que el candidato “x” repunte, o que la diferencia entre dos candidatos hace muy difícil que uno supere al otro en lo que queda para la elección, o que en atención a los resultados de esta otra encuesta, sería mejor que se presentara como opción presidencial tal o cual persona.
De esta forma, las encuestas se han ido transformando al parecer en el nuevo paradigma que orienta y determina el curso de la historia electoral y de toda decisión política, y respecto de esto último, no sólo de los partidos políticos y sus dirigentes sino que también del ciudadano a pie. Así considerada, pareciera ser que la “encuestología política” se erige como una nueva rama de las ciencias exactas que nos muestra casi a la perfección el estado actual de las preferencias y apoyos que existen en la población hacia tal o cual político o conglomerado.
Sin embargo, compartiendo Ud. o no esta caricatura, lo cierto es que el problema no son las encuestas en sí mismas, ni sus métodos, ni sus márgenes, ni sus falencias teóricas o técnicas, sino que el reduccionismo que de sus resultados se hace como si fueran una “verdad revelada” que más vale considerar si no se quiere fracasar en la lucha por el poder político. Si las encuestas así lo dicen, es porque así es actualmente y porque será también así en el futuro.
El problema de esta tendencia a encerrarse en los datos sencillos y gráficos de las encuestas es que se obvian algunos presupuestos que, desde el punto de vista político, son relevantes y esenciales a esta labor.
Al igual que las encuestas que miden la inseguridad ciudadana, en donde las personas expresan su mayor o menor miedo a ser víctimas de un delito, las encuestas políticas ponderan esencialmente el mismo aspecto: un sentimiento, una sensación. Así, el grado de adhesión de una persona a un político o a un partido es un elemento tremendamente variable e inestable, muy subjetivo, que puede fácilmente cambiar en el tiempo y no tener consecuencias reales. Incluso, puede ser que esas mismas personas encuestadas ni siquiera vayan a votar el día de las elecciones, por lo que sus respuestas sólo se quedan en la esfera de la opinión.
Por otro lado, y mucho más importante que lo anterior, es el hecho de que en la mayoría de los casos las encuestas sólo miden caras, no ideas o propuestas, y mucho menos programas de gobierno claros y concretos, que por lo demás en esta fecha todavía ni se conocen. Personalismo puro. En este sentido, las encuestas asumen un carácter aún más volátil ya que dejan al intérprete de los datos frente al abismo insondable de posibilidades que construyen la subjetividad humana y que podrían justifican una mayor o menor adhesión a tal o cual candidato, restringiendo el debate político sólo a caretas.
En un momento histórico en que la ciudadanía exige propuestas, ideas, argumentos, debate, la deliberación política se reduce a la lucha por ocupar los primeros lugares en el ranking de moda. Y esto a mi juicio es lo más grave, ya que no puede ser posible que las decisiones políticas se tomen sobre la base del impacto que ellas puedan producir en las preferencias subjetivas de un eventual electorado. El descrédito sería total si la actuación política se fundamenta y orienta en torno a lo que a la generalidad de las personas le puede molestar o generar rechazo, y aquello que les produce agrado o placer.
La decisión política debe estar fundada en una fuerte convicción ideológica, en argumentos técnicos que le den sustento, debe ser fruto de un debate serio al interior de un partido político, consensuado, y debe encarnarlo aquel militante que posea las mejores cualidades para llevarlo a cabo. Un proyecto político así formulado, puede no generar la simpatía de todos y el candidato en cuestión puede que no tenga el mayor de los respaldos populares, pero es preferible perder con convicción que ganar sin ideas.
Insisto que el problema no son las encuesta en sí, ya que son una herramienta legítima, sino que la contracción de los márgenes del debate político a sus meros resultados y la creencia, de algunos, de que la toma de decisiones debe tener como eje orientador el ranking más serio que se formule.
En esto coincido plenamente con el ministro del Interior y Seguridad Pública, Mario Fernández, quien afirmó, “la única encuesta que sirve verdaderamente son las elecciones”.
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