Desde hace años que vemos siempre dos imágenes sobre lo que pasa en Venezuela. Como en un juego de espejos no se sabe bien cual es la más cercana a la realidad. Amplificaciones, claros y oscuros se transmiten de forma cotidiana por prensa y actores que juegan por intereses mayormente ciudadanos pero también políticos y hasta económicos.
Algunas cosas son claras. La crisis económica y social que enfrenta el país es de una gravedad extrema, que ha traído como consecuencia un proceso migratorio enorme con consecuencias en múltiples países de la región que se organizan para recibir a cientos de miles en calidad de refugiados.
El régimen de Maduro no tiene capacidad técnica para enfrentar la crisis. Las decisiones de política económica han sido desastrosas; la inflación es de las más altas del mundo y la miseria camina por las calles de uno de los países petroleros más importantes del planeta.
La utilización de las fuerzas armadas ha llegado a extremos marcados por el cogobierno o directamente la simbiosis entre el objetivo político y el militar.
La corrupción y el tráfico de drogas juegan roles relevantes en la forma como se gestiona el país y diversos líderes de alto nivel tienen relaciones preocupantes con esos mercados ilegales.
También es claro que la gente está agotada pero temerosa. Los jóvenes han salido a las calles a reclamar en diversas ocasiones, de forma masiva y muchas veces espontánea llevados por una evidente frustración frente a una cotidianeidad dolorosa.
Pero este reclamo por más calidad de vida y menos censura; más participación y menos violencia, más democracia y menos autoritarismo no ha consolidado una oposición que diseñe una transición viable.
Con todo el empeño que le pone Juan Guaidó a sus alocuciones ciudadanas y su acciones de inicio del fin, los resultados son al menos mediocres.
Acciones que también han pasado por un espejo que distorsiona y complejiza el análisis. No sólo es un tema de noticias falsas sino de realidades paralelas que se configuran por la profunda desconfianza entre todos los actores, incluso del mismo sector.
Sin embargo, en las últimas semanas, el espejo busca cambio de formas y profundidades también por objetivos políticos de actores no venezolanos.
A Trump y a buena parte de la derecha latinoamericana le sirve el ejemplo de Venezuela como aquello que podría ocurrir si el electorado gira a la izquierda.
En Chile, tenemos en el reciente pasado la campaña de “Chilezuela” que logró instalar en el imaginario una relación de fantasía pero terrorífica de un futuro no muy distante.
Es además Venezuela hoy un elemento de distorsión interna de los grupos políticos de izquierda y centro izquierda que se debaten aún entre el apoyo y la oposición.
Más que un espejo, estamos frente a un calidoscopio. Uno que se mueve constantemente y nos aleja la visión real de las mil piezas que lo componen, lo que sin duda consolida un terreno fértil para el populismo, los llamados a la intervención militar, las teorías conspirativas de todo nivel y la multiplicación de las noticias falsas.
La presencia de múltiples medios de prensa en Venezuela ha permitido acercarnos un poco más a la realidad, pero la imagen es aún borrosa.
Venezuela necesita transición política hacia un régimen basado en una elección popular sin interrogantes de legitimidad.
Requiere de un gobierno no basado en el poder militar, sino en el político sustentado en la representación popular, es decir necesita una oposición sólida, que camine sin equivocaciones ni demostraciones de debilidad evidentes.
Requiere también que los países Latinoamericanos dejemos de jugar con fuego y batir el calidoscopio con el que miramos la realidad del país bolivariano.
Generar espacios de diálogo, impulsar mecanismos de compromiso y negociación, proteger a los refugiados y reconocer los problemas del régimen son tareas que sin duda permitirán un camino un poco más certero.
Pienso que la construcción de una imagen única y consolidada de Venezuela no será un proceso fácil, ni rápido.
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