La presente columna es la primera de una serie de análisis acerca de la normativa que progresivamente ha ido tomando forma en el proceso constitucional actual. Iniciamos este camino con una mirada general que detecta algunas inconsistencias lingüísticas en el capítulo relativo al Poder Judicial y en otras normas dispersas a lo largo del proyecto aprobado por la Comisión Experta. En las posteriores columnas de opinión me referiré a las diferentes estructuras propuestas para conformar la gobernanza judicial.
A propósito de lo lingüístico, tema de esta columna, debo señalar como un acierto la sustitución de la expresión gobierno judicial por la de gobernanza judicial, entre otras cosas porque la primera usualmente lleva a error, pues pareciera hacer referencia a que lo judicial, y más exactamente, lo jurisdiccional sería "lo gobernable", en circunstancias que la jurisdicción es ante todo una potestad ejercida por jueces que solo obedecen a la ley y que, por lo tanto, en palabras de Andrés Ibáñez, deben estar listos para desobedecer cualquiera instrucción, sugerencia o referencia por fuera de la ley. Por el contrario, la voz gobernanza se ha asentado como un término que alude a un sistema que proporciona un marco para la gestión de las organizaciones, en este caso, la gestión de todos los asuntos que se requiere sean atendidos para el cabal funcionamiento de la jurisdicción y, marcadamente, lo relativo al estatuto profesional del juez. Es decir, la gobernanza debe asegurar las condiciones para que los jueces puedan dar a cada uno lo que en derecho corresponde, en cada caso particular sometido a su conocimiento y resolución.
Entrando derechamente en terreno, como sabemos, el texto aprobado el 30 de mayo recién pasado por la Comisión Experta incluye un capítulo séptimo titulado "Poder Judicial". La expresión "Poder Judicial" (con mayúsculas) constituye una definición que conserva la nomenclatura constitucional actual en honor a su asentada tradición, pero que presenta algunos problemas de comprensión. La alusión al "poder judicial" (con minúsculas) en una comprensión democrática moderna solo puede ser entendida como la función que desarrolla cada juez al conocer y resolver los asuntos sometidos a conocimiento, bajo sujeción a la constitución y la ley. Así entendido, el poder judicial es sinónimo de jurisdicción.
Sin embargo, la idea contraria, que evoca una imagen de poder público organizado burocráticamente al estilo del Poder Ejecutivo, con una cabeza y una organización vertical y jararquica, es tan extendida en nuestro país como conceptualmente errónea cuando se habla de Poder Judicial. Históricamente se ha entendido de esta manera como una derivación de la idea de separación de poderes, entendiendo que son tres organizaciones con poder de agencia.
Ha ayudado a la errada comprensión del sintagma "poder judicial" la histórica concentración de funciones jurisdiccionales con las de gobierno judicial en la Corte Suprema, lo que ha llevado a dar a esta corte funciones cada vez más similares a las de un jefe de servicio administrativo, lo cual es derechamente incompatible con su función y con la idea de independencia judicial.
Esa concentración ha instalado la idea de un poder judicial como un órgano público con capacidad de agencia, con facultades de autorregulación y autonomía y, por otra parte, la noción de verticalidad y jerarquía como connaturales al concepto de jurisdicción.
Sumado a ello, somos herederos forzados del modelo napoleónico, que no podía menos que asignar un lugar central a la jerarquía, es decir, una organización montada sobre cadenas de supra y subordinación, al más estricto estilo militar. Esta estructura napoleónica "se come a la función", y adosa la jerarquía burocrática al ejercicio jurisdiccional, lo que constituye una grave anomalía.
El sistema napoleónico fue cuestionado por la Asamblea Constituyente de 1948 en Italia a través de dos preceptos. Uno, el artículo 101.2: "los jueces están sujetos solamente a la ley". El otro, el 107.3: "los magistrados se distinguen entre sí solamente por la diversidad de funciones". "El resultado es que entre el juez y la ley no puede interponerse ningún diafragma, ni siquiera el representado por la existencia de categorías de rango intrajudiciales, que, así, no podrán repercutir en lo jurisdiccional. De donde se sigue la exigencia de un diseño organizativo horizontal. O, escrito con hermosas palabras por Adolfo Beria di Argentine, un juez paradigmático: ya que 'cada uno de nosotros es una isla (...) el sistema judicial es, pues, más un archipiélago que una pirámide'" (Andrés Ibáñez). El poder judicial así entendido, o la función jurisdiccional, es ejercida por un profesional actuando unipersonalmente o en ocasiones colegiadamente, siempre dentro de las fronteras del caso concreto. En otras palabras, el poder judicial nace y se extingue en cada caso que el juez conoce, característica que se tiende a equiparar a la idea de poder invisible y nulo. Cada juez es el poder judicial entonces, y lo es cuando conoce y resuelve un caso concreto.
No es problemático mantener la expresión "Poder Judicial" si nos encargamos de establecer definitivamente su correcto significado, al estilo de la Constitución italiana, constitucionalizando la noción correcta: los jueces se distinguirán entre sí únicamente por la diversidad de sus funciones.
La omisión de este principio en el anteproyecto constitucional debe ser superada en el siguiente paso, como condición necesaria del fortalecimiento de la función jurisdiccional.
Pero aun cuando no se logre un acuerdo a través de su formulación literal, fluye del nuevo diseño de separación de funciones y del artículo 153 del anteproyecto constitucional la noción correcta de poder judicial, al señalar que la función jurisdiccional es la facultad de conocer y resolver los conflictos de relevancia jurídica y hacer ejecutar lo juzgado, potestad que radica exclusivamente en los jueces que integran los tribunales previamente establecidos por la ley. De esta definición no cabe sino derivar que no hay diferencia alguna entre los jueces, en tanto jueces. Por cierto, en ningún caso una del tipo burocrático-jerárquico en el sentido weberaniano, pues resulta abiertamente incompatible con el mandato de sujeción a la ley y su garantía, el principio de independencia. La única distinción compatible, es la que se basa en la diversidad de sus funciones y en tal sentido es perfectamente posible entender que exista un tribunal, en este caso la Corte Suprema que, en atención a su función sea considerado el máximo tribunal, pues le cabe el rol más importante del sistema, que es decir la última palabra del derecho.
Dicho lo anterior, se hace necesario relevar algunas inconsistencias lingüísticas que es imprescindible superar en lo que queda de proceso.
En primer lugar, se debe poner atención al nombre que se ha dado al Consejo Coordinador del Poder Judicial en el artículo 158 del proyecto. Esta denominación es confusa (más allá de lo precedentemente señalado respecto del significado del sintagma poder judicial) por dos razones: la primera, definitivamente, lo que está llamado a coordinar esta comisión no es al Poder Judicial. El poder judicial, ya lo dijimos, es una potestad que radica en cada juez, es la jurisdicción, materia absolutamente ajena a los órganos de gobernanza. La segunda podría dar lugar a entender que la expresión "del" tiene un sentido posesivo en orden a entender que este Consejo pertenece al Poder Judicial, idea que no se ajusta a su calidad de órganos autónomos y, que por tanto deben tener una colocacion institucional afuera del poder judicial.
En este sentido, el nombre del Consejo coordinador, si perdura en lo que queda de proceso, debiera apuntar a su objeto, y definirse como Consejo coordinador de la gobernanza judicial.
En segundo lugar, y más obvio aún, es la necesidad de sustituir la expresión "tribunales superiores" con que se alude a la Corte Suprema y las Cortes de Apelaciones. Nótese que en ningún artículo se hace la distinción entre tribunales superiores e inferiores, acierto que se ve opacado por este indeseable resabio lingüístico.
Asimismo, se insiste en algunas, aunque no en todas las normas, en mantener una distinción nominal de los jueces en referencia al tribunal que integran. Es así como se alude a los jueces de la Corte Suprema y de las Cortes de Apelaciones como ministros, y a los jueces de tribunales de letras como jueces. Si bien esto también puede obedecer al respeto a una tradición y de hecho podría parecer una prerrogativa inocua, lo problemático es que a partir de esta distinción pueden generarse futuras discusiones en torno a la interpretación de ciertas normas que solo aluden al término general "jueces". Por ejemplo, el artículo 154 g) referido a la inamovilidad, señala "los jueces permanecerán en sus funciones mientras dure su buen comportamiento". ¿Esta voz incluye también a los jueces de la Corte Suprema y de las Cortes de Apelaciones? La respuesta afirmativa es evidente, por lo que pareciera altamente conveniente referirse cada vez a los jueces con dicha denominación general, esto es, jueces, sin perjuicio de que cada vez que sea necesario incluir o excluir a unos u otros respecto de alguna norma en particular, se les distinga aludiendo al tribunal en que ejercen sus funciones: jueces de Corte Suprema, jueces de Corte de Apelaciones, jueces de letras.
Las inconsistencias lingüísticas destacadas aparecen a lo largo de todo el proyecto, y no solo en el capítulo séptimo relativo al Poder Judicial, por lo que será una tarea general identificarlas y sustituirlas por el vocablo correcto. Aun estamos a tiempo.
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