Función jurisdiccional y bases constitucionales
Adelanté en mi columna anterior una apreciación positiva respecto de la denominación que se está dando en el anteproyecto constitucional al conjunto de arreglos institucionales que se encargarán de lo que, comúnmente, se conoce en la literatura como gobierno judicial. Al sustituir este último sintagma por la voz gobernanza se empieza a despejar la errada idea de que lo judicial, o más específicamente lo jurisdiccional, es gobernable, para asir correctamente que lo jurisdiccional no admite gobierno, jefes ni jerarquías de ningún tipo.
La gobernanza se refiere a la creación de las condiciones materiales para que la jurisdicción se realice, para hacerla probable. Diría, de hecho, que si bien el capítulo del anteproyecto se denomina Poder Judicial, más bien lo que se regula en él es la gobernanza judicial, es decir, las condiciones materiales y organizacionales para el cabal ejercicio de la función jurisdiccional.
Los arreglos institucionales constitutivos de la gobernanza judicial son una consecuencia de la comprensión que se tiene de la función jurisdiccional. Dicho de otra manera, lo primero es definir lo que se entiende por función jurisdiccional y cuál es su papel en un estado de derecho, para luego definir la estructura organizacional que ella requiere. En tales términos, la estructura organizacional debe ser funcional a la tarea jurisdiccional y no al revés. Y junto a ello, debe ser capaz de crear las condiciones que aseguren a quienes hacen dicha tarea, esto es, a los jueces, el cumplimiento cabal de su rol. Esto último significa, muy especialmente, establecer las bases de su estatuto profesional.
En esta columna nos encargaremos de analizar la plataforma conceptual que entrega el anteproyecto para los dispositivos orgánicos de gobernanza, y en las siguientes desentrañaremos cada uno de ellos. Nos detendremos también en el cuasi -quinto- órgano creado para la coordinación de los primeros, sin que pueda faltar una mirada de conjunto, atendida la unidad de propósito de la estructura en general, a fin de abordarlas ventajas y desventajas, fortalezas e inconsistencias que pudieren ser superadas en lo que queda de proceso.
Lo constitutivo del estado de derecho -importa dejarlo asentado- es la distinción entre lo político y lo jurídico, donde lo político se decide mediante el ejercicio unilateral de poder por quien tiene más, y lo jurídico mediante la apelación al argumento. Conforme a estas dos premisas, es en la jurisdicción donde se actualiza esta separación. La jurisdicción se ubica del lado del derecho y no de la política, por lo que los jueces deben entenderse al servicio de un derecho que pretende regular conductas de manera abstracta y general, y que aspira a ser aplicado en el caso concreto imparcialmente (Carbonell, Atria, Judicatura y Nueva Constitución, 2022). La jurisdicción consiste, entonces, en decidir imparcialmente casos particulares conforme a la ley, con la única finalidad de dar a cada uno lo suyo conforme a las reglas preestablecidas.
El estatuto profesional del juez abarca todos los aspectos de su vida laboral, es decir, los requerimientos para el ingreso al sistema judicial, la evaluación del desempeño, el control de la conducta ministerial y las credenciales exigidas para un desplazamiento desde una posición a otra diferente a la que se posee, diferencia que puede consistir sustancialmente en un cambio de localidad o de función.
La importancia radical de la consolidación de las bases correctas de un estatuto profesional del juez en la Constitución consiste en que dicho estatuto es parte del conjunto de condiciones de probabilidad de la jurisdicción como elemento constitutivo del estado de derecho.
El anteproyecto no se pierde en dicha línea, pues, antes de entrar al diseño estructural de la organización de la judicatura, expresa su comprensión de la función jurisdiccional señalando que es la facultad/ potestad de conocer y resolver los conflictos de relevancia jurídica y hacer ejecutar lo juzgado, que radica exclusivamente en los jueces que integran los tribunales previamente establecidos por la ley, los que (en su cometido) se sujetarán a la Constitución y a la ley (sin) ejercer en caso alguno potestades de otros poderes públicos.
A continuación, el anteproyecto se refiere al conjunto de condiciones generales que llama fundamentos de la función jurisdiccional y que apuntan a garantizar que la facultad/potestad descrita sea ejercida a cabalidad.
El fundamento o principio por excelencia es el de independencia judicial, que constituye una garantía de los ciudadanos de contar con un juez que decidirá su caso no conforme a sus preferencias valóricas, ideológicas o morales (por muy loables que estas sean) ni sujeto a presiones de cualquier tipo, sino que de acuerdo con reglas previamente establecidas. Un juez que, en palabras de Calamandrei (1968, Proceso y Democracia), pueda decidir sine ac mete, esto es, sin temor (a un castigo) ni esperanza (de un premio o beneficio) y, que, en palabras de Andrés Ibáñez (Tercero en Discordia, 2015), esté en posición de obedecer solo a la ley y, consecuentemente, desobedecer a todo otro mandato que no sea el de la ley.
En directa conexión con el principio anterior, y a fin de asegurarlo, figura la inamovilidad, que implica que el juez permanecerá en su cargo mientras no incurra en alguna causal de responsabilidad que conduzca a su destitución. Esta condición organizacional requiere que las causales de destitución se encuentren predeterminadas, y que el juez acusado de incurrir en alguna inconducta pueda ejercer su derecho a defensa y al recurso, en su caso, todo ello conforme a estándares de debido proceso, aspectos que deberá regular la ley institucional.
La responsabilidad, apuntando principalmente a la de tipo penal, también se ha agregado como un principio, junto a los de inviolabilidad, imperio e inexcusabilidad. Este último no despierta, sin embargo, total consenso en la academia, pues cierra la posibilidad de que la Corte Suprema pudiera excepcionalmente seleccionar casos.
El anteproyecto también ha contado entre estos fundamentos a la imparcialidad, aunque la definición entregada no es la más feliz, pues no pone en el centro la noción del juez como un tercero sin interés, sino más bien parece identificar este principio como una prohibición de discriminación. Sería recomendable volver a la definición entregada por los principios de Bangalore, de Naciones Unidas en miras de su perfeccionamiento.
Se omiten, sin embargo, principios orgánicos que los últimos años han venido ganando fuerte respaldo a nivel nacional e internacional, como presupuestos propios de la judicatura, fundamentalmente los principios de diferenciación funcional, que apunta a que los jueces se distinguen entre si únicamente por la diversidad de sus funciones, ampliamente reconocido en el derecho comparado y del que ya hablamos en la anterior columna; el principio de irreductibilidad de las remuneraciones de los jueces, garantía que apunta, en las constituciones la consagran, a blindar la labor jurisdiccional de ataques que debiliten la dimensión de la independencia externa, y por último, no se ha asentado el principio de paridad, que exige presencia equilibrada de hombres y mujeres, especialmente en las posiciones consideradas más valiosas por el sistema, v.g la Corte Suprema y la propia composición de los órganos de la nueva gobernanza. Como dijimos antes, aún hay tiempo para mejorar.
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