Abstención electoral y el voto de don Otto

El 65% de abstención en las elecciones municipales ha generado mucho ruido, pero poco se ha reparado en que la misma elección, en 2012, tuvo un 57% de abstención. La tendencia natural, por parte de las elites políticas, ha sido culpar al voto voluntario y al gobierno por la baja participación.

Personalmente siempre he sido partidario del voto obligatorio, básicamente, porque entiendo la democracia como el gobierno de los ciudadanos y no de consumidores atentos a ofertas o promociones. Además, estoy a favor de la obligatoriedad porque los datos electorales muestran que con el voto voluntario se genera un mayor desincentivo a votar entre los sectores más pobres. El voto voluntario promueve la participación de los segmentos socio-económicos más altos en detrimento de los más bajos, deviniendo en una democracia representativa de los intereses de los grupos más favorecidos.

Pero estas creencias hoy se ven desafiadas. Los resultados preliminares dados a conocer por el SERVEL muestran que si se mira el país (no sólo la capital), la última elección municipal demostró que lo que más correlaciona con la abstención no es el nivel socio-económico, sino el tamaño de la comuna: mientras más habitantes tiene la comuna, mayor abstención.

Al complementar esa información con la de ingresos, según CASEN, se observa que en las comunas más populosas, con más de 114.000 electores potenciales, las más pobres presentan mayor abstención. Sin embargo, en las comunas menos pobladas, con menos de 114.000 posibles electores, las más ricas evidencian una mayor abstención.

Desde esta perspectiva, más que la causalidad entre condición económica y participación, es evidente que hay una tendencia a la consolidación de la abstención. Esta tendió a aumentar en las comunas donde el nivel de participación ha sido históricamente bajo, cristalizando una desmovilización del electorado de orden estructural.

El incremento en 7 puntos de la abstención entre las elecciones municipales de 2012 y 2016 se puede leer como un castigo a la clase política, por sus actos de corrupción y de permisividad e indolencia con respecto a la injerencia del dinero en la política. También puede verse como un castigo al gobierno por su gestión.

Pero más allá de las posibles razones, no podemos obviar la necesidad de hacernos cargo de que más de la mitad del padrón electoral, sistemáticamente, no se siente convocado a las urnas por la democracia representativa. Y depositar únicamente la responsabilidad de esta crisis de representación en el voto voluntario, en parlamentarios corrompidos o en la mala gestión del gobierno de turno es, a lo menos, ingenuo.

¿Vale la pena volver al voto obligatorio sin, previamente, hacernos cargo del contexto de descrédito acumulado de la política y de las instituciones democráticas? Hoy una imposición de esa naturaleza se percibiría como una medida autoritaria y arbitraria, con aires a don Otto queriendo sacar el sillón.

Lo que evidencia la abstención dura y recurrente es que estamos frente a una institucionalidad democrática que es percibida como incapaz de resolver los problemas cotidianos de las personas y de representar las demandas de la ciudadanía, más allá del grupo socio-económico al que pertenezcan y más allá de la imposición a votar. Esto es, ante un sistema democrático de las élites políticas y económicas, a la medida de ellas mismas.

La abstención debe ser vista como un llamado de alerta a una institucionalidad que si no evoluciona y se renueva pasará a ser prescindible e ineficaz en sus fines de representación. Sin legitimidad en las intenciones de sus representantes y desacoplada de los intereses y necesidades de sus representados.

En las condiciones actuales, me veo llamado a repensar desde el sillón de don Otto mi adscripción al voto obligatorio.

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