Uno de los temas que nuestra institucionalidad y nuestra dirigencia política debe revisar, dice relación con la pretensión de cada gobierno, de echar por tierra los acuerdos institucionales alcanzados en la administración anterior.
Es lo que ha pretendido el actual gobierno, con la intención de usar la retroexcavadora, para volver atrás, en la aplicación de la ley de inclusión, cuyos efectos recién se han empezado a expresar, en la posibilidad de que todos los estudiantes, independiente de su condición social o económica, puedan postular a los colegios que reciben financiamiento estatal.
¿Dónde radica la diferencia, entre los que creemos en la integración y los que, desde el gobierno, postulan la segregación?
Creo que ha llegado el momento de sincerar la discusión. Ella no es “técnica”, ni siquiera política: es profundamente doctrinaria.
Desde el humanismo cristiano es imposible no abogar por la integración, en todos los ámbitos de la vida social y, por cierto, ello se debe expresar en el acceso a los establecimientos educacionales que son, al final del día, los espacios donde los niños y jóvenes pasan, durante 14 años, las horas más útiles, en su etapa de formación, la que los acompañará por toda la vida.
Aquí radica la diferencia que tenemos con el gobierno, que, en todos los ámbitos de la vida social, prefiere la competencia por sobre la colaboración; el individualismo por sobre la vida comunitaria; la construcción de espacios segregados, por sobre la integración.
En otras palabras, no creen, como sí lo hacemos los cristianos, en la integralidad del ser humano, no solo en la dimensión productiva de las personas.
Por ello, jamás, nosotros podríamos hablar de la educación como “un bien de consumo”, o el conjunto de los establecimientos educacionales como “una industria”, definiciones presidenciales que luego rectifica, pero que muestran el pensamiento profundo de quienes gobiernan, que fluye cuando se expresan en función de sus verdaderos sentimientos.
Es completamente inapropiado hablar de “mérito”, en niños o jóvenes, que provienen de una muy extensa diversidad de familias y de condiciones sociales. Ello retrotrae toda la discusión al punto que creíamos superado.
Precisamente, de lo que se trata y por ello aprobamos la Ley de Inclusión, es de reconocer esa diversidad, que no es otra cosa que la constatación de las condiciones de injusticia que prevalecen en el país, intentando que sean los colegios, espacios en los cuales se intentare disminuir las brechas, con la esperanza de construir un país más equitativo.
El gobierno nos ha notificado que, definitivamente, no cree en estos conceptos y, por ello, ha ingresado un proyecto para volver atrás y debilitar la Ley de Inclusión.
Esa es la razón por la que los diputados de la Democracia Cristiana le hemos contestado, fuerte y claro: NO VAMOS A LEGISLAR UN PROYECTO DE ESE TIPO. Esto implica que no aprobaremos la idea de legislar en la materia, como una forma de oponernos a cualquier posibilidad de volver a perjudicar a los más pobres del país.
Me permito recordarles, a muchos ministros y al Presidente de la República, que invoca a Dios en sus discursos, que la misma iglesia a la que él y yo pertenecemos, nos enseñó hace mucho tiempo, que el sustento de toda política pública, tenía que tener el sello de la “opción preferencial por los pobres”.
Yo sigo creyendo en ello, este gobierno no.
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