En los últimos años, la derecha radical ha vuelto a ocupar un espacio protagónico en el mundo político. Desde Europa hasta América, su ascenso se explica por un sentimiento extendido de frustración con la política tradicional, la inseguridad cotidiana y la desigualdad persistente. Su mensaje es simple: devolver el orden, castigar a los culpables y liberar la economía del "peso del Estado". El problema es que, aunque su discurso parece ofrecer soluciones inmediatas, sus resultados son efímeros y sus costos, profundos. Detrás del lenguaje de la eficiencia y la mano dura, lo que emerge es un patrón común: represión sin Estado, ajuste sin desarrollo y liderazgo autocrático sin democracia.
El mito del éxito
El caso de El Salvador se ha convertido en la vitrina más citada por quienes promueven una salida autoritaria frente al crimen. Este país es de difícil comparación con Chile, dada las altas tasas de criminalidad que ha tenido. Según su propio gobierno, el presidente Nayib Bukele redujo la tasa de homicidios de más de 100 por cada 100 mil habitantes en 2015 a menos de 3 en 2024. Sin embargo, el "milagro salvadoreño" se sostiene sobre un régimen de excepción prolongado, más de 80.000 detenciones masivas y miles de denuncias por violaciones a los derechos humanos, y una reelección indefinida aprobada por un parlamento complaciente con su figura.
Avanzar en este tipo de seguridad ha traído el costo es el colapso del Estado de Derecho. Las cárceles están llenas, pero las instituciones están vacías. Y cuando el miedo reemplace al apoyo, ese modelo dejará al país sin libertades y sin capacidades reales para sostener la seguridad.
En Argentina, el presidente Javier Milei ha construido su liderazgo sobre una lógica similar: imponer orden a cualquier costo. Su programa económico de shock logró reducir el déficit fiscal y estabilizar parcialmente la inflación, pero a cambio de una recesión prolongada, aumento del desempleo y deterioro de la calidad de vida. En nombre de la libertad, se ha instalado una sociedad más pobre, desigual y dependiente, donde la política se reduce a la lucha contra enemigos imaginarios: "la casta", "los planeros", "los progresistas", y subyugar la soberanía de su país a potencias foraneas a cambio de rescates financieros.
Gobiernos que no transforman
Lo mismo ocurre, con matices, en otros países donde la derecha radical ha gobernado. En Estados Unidos, el retorno de Donald Trump representa la consolidación de un populismo autoritario que desprecia las instituciones y promueve un nacionalismo excluyente. Su primer mandato dejó un país más polarizado y con un tejido democrático más débil, pese al crecimiento económico que heredó. Hoy, su discurso de revancha amenaza con consolidar una visión de Estado donde el poder se concentra en el líder, no en las instituciones.
En Hungría, Viktor Orbán transformó su país en el laboratorio del "autoritarismo electoral": control de medios, restricciones a la sociedad civil y una Constitución hecha a la medida del partido gobernante. Hungría es hoy un país políticamente dócil, pero económicamente estancado y aislado en Europa.
Incluso en casos más moderados, como el de Giorgia Meloni en Italia, el aparente éxito se explica más por la moderación que por la radicalidad. Meloni ha suavizado su discurso para mantener estabilidad fiscal y evitar choques con la Unión Europea. Su supervivencia política depende justamente de no comportarse como los líderes que inspiraron su ascenso.
Seguridad sin democracia: un camino corto, a ningún lado
La promesa de la derecha radical descansa en una verdad incómoda: el miedo es políticamente rentable. Cuando la ciudadanía percibe que el Estado ha perdido el control, cualquier oferta de autoridad se vuelve atractiva. Pero la autoridad sin legitimidad termina siendo violencia institucional. Las sociedades que sacrifican derechos por orden terminan con menos derechos y sin orden.
La represión masiva no reemplaza la inteligencia policial, el encarcelamiento indiscriminado no sustituye la justicia, y el silencio impuesto no es paz. La seguridad democrática, la única que dura, se construye con Estado, justicia y oportunidades, no con propaganda ni castigo colectivo.
El espejismo del crecimiento
Económicamente, la derecha radical ofrece otra ilusión: que basta con reducir el Estado para que florezca la prosperidad. Pero la evidencia demuestra lo contrario. Los países que aplican recetas de ajuste extremo sin políticas productivas acaban con economías más pequeñas, mercados laborales más informales y sistemas sociales colapsados.
El ultraliberalismo de Milei no está generando desarrollo, sino transferencias de recursos, desde las mayorías hacia los sectores concentrados. Lo mismo ocurrió con Bolsonaro en Brasil y, antes, con los gobiernos neoliberales que prometieron modernización y dejaron desigualdad.
La política económica de la derecha radical no construye Estado, destruye ciudadanía. Confunde libertad con desprotección y mérito con privilegio. Y cuando la frustración regresa, el ciclo populista se reinicia: primero el entusiasmo, luego la desilusión, después la rabia, y al final ¿qué?, lejos de las deseadas certezas, estas formas de gobiernos están generando mayor incertidumbre, producto de su impredecibilidad.
El verdadero desafío
Chile, como muchos otros países, enfrenta un dilema parecido: cómo responder a la inseguridad y al malestar sin caer en el espejismo autoritario. La respuesta no es abandonar la democracia, sino hacerla eficaz. Un Estado que protege, que castiga con justicia, que previene y que da oportunidades, es la mejor garantía de orden duradero.
La seguridad no se construye contra los derechos, sino desde ellos. El verdadero progreso se mide por la capacidad de garantizar libertad con seguridad, justicia con eficacia y autoridad con legitimidad. Todo lo demás -el milagro rápido, el líder fuerte, la mano dura- es apenas un espejismo que, tarde o temprano, se disipa dejando más miedo que soluciones.
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