El gran perdedor del doble fiasco constituyente: el Estado social (por suerte)

Aunque es cierto que las razones del rechazo del primer proyecto constitucional (el de la Convención) son mucho más claras que las del rechazo del segundo, el del Consejo Constitucional -en el primero Chile entero se levantó para impedir que nos llevaran a un Estado indigenista; en el segundo, izquierdas y derechas rechazaron el mismo proyecto, pero por razones distintas-,es posible hallar en ambos rechazos, una positiva coincidencia en los elementos que fueron igualmente rechazados en los dos proyectos constitucionales. Ello nos permite extraer conclusiones certeras acerca de las cuestiones que el pueblo chileno, en uso del poder constituyente, jamás aceptará para nuestro país.

En mi opinión, entre todos esos puntos comúnmente rechazados en ambos proyectos -tales como, por ejemplo, el indigenismo o el ecologismo extremo-,destaca de forma palmaria el descarte a la idea del Estado social, promovido por la ultraizquierda como el mascarón de proa en la primera constitución indigenista, y defendido de forma ingenua por cierta derecha "social" en el segundo proceso constitucional, como una forma de traer a Chile la idealizada situación socioeconómica de Alemania o de los países nórdicos (olvidando que estamos en Latinoamérica y que -por amor de Dios-, para tener un estado social alemán debes tener impuestos alemanes, funcionarios alemanes y, sobre todo, políticos alemanes...).

En toda América Latina el "estado social" es una máquina de generar pobreza. Argentina, por ejemplo, es un país que produce alimentos para 600 millones de personas alrededor del mundo. Sin embargo, tiene a 40% de su población bajo la línea de la pobreza y a 10% ganando menos de lo que cuesta la canasta básica. Eso es lo que explica la llegada de Javier Milei, conocido crítico del "Estado presente" (la bandera política del derrotado kirchnerismo) a la presidencia de ese país. En nuestro Chile, el Estado social nos hubiese transportado a la añeja figura del Estado de servicios públicos monopólicos, acompañados -como no puede ser de otro modo- de la conocida "eficacia" del Estado a la hora de prestar derechos sociales. Si esto es demasiado teórico para el lector, piense en un Fonasa para todos (el año 2022, murieron 44.000 mil personas en listas de espera; en el primer cuatrimestre de 2023, 10.000 más); y en una educación pública lastrada con el sistema de tómbola, la ineficiencia de los Servicios Locales de Educación Pública (SLEP) y los colegios tomados por la ultraizquierda pero, ahora, como servicio monopólico para toda la población ("educación de calidad", nos prometían...).

Es cierto que, en el segundo proyecto constituyente, la prestación de esos servicios era entregada a entidades privadas y se garantizaban la libertad de elección y de enseñanza; pero los prestadores seguían atados a una administración de los servicios públicos encargada al Estado como el gran gerente del sistema. El Estado hubiese sido así dueño y señor de cambiar a su antojo las condiciones de actuación de los privados prestadores.

Súmese a lo anterior la tendencia de la izquierda latinoamericana de entender al Estado social directamente como un "Estado socialista". Desde la Constitución Política de Venezuela hasta el proyecto constitucional indigenista que intentó imponerse en Chile, todas las constituciones escritas por la izquierda en Sudamérica consideran al Estado social como la habilitación constitucional para llevar adelante el socialismo (o, a peores, el socialismo bolivariano). Por eso es que el Partido Comunista firmó gustoso el acuerdo sobre las 12 bases del segundo proceso constituyente.

Es discutible si, en términos estrictamente políticos, el rechazo del segundo proceso constituyente produjo o no un beneficio para el Gobierno o la oposición. Pero, desde el punto de vista técnico constitucional, el doble rechazo del Estado social es una buena noticia.

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