El negacionismo no es un fenómeno menor: es un intento deliberado de borrar, desvirtuar o relativizar hechos históricos graves. Su riesgo es mayor cuando sectores políticos con poder -financiero, mediático y en redes sociales- emplean estrategias de big data para generar desinformación, argumentando y amparados en la libertad de expresión o la libertad de conciencia. Estas estrategias no surgen del vacío: quienes las impulsan saben que el control de medios y algoritmos les permite moldear la agenda pública, desplazando temas con noticias falsas, y hasta imponiendo nombres artificiales que distorsionan la realidad. Un ejemplo reciente fue durante el plebiscito de septiembre de 2022, cuando una narrativa basada en falsedades caló hondo, sin espacio siquiera para réplica, como la expropiación de una segunda casa, la supuesta eliminación de la libre elección en salud o que la creación de un Estado plurinacional dividiría territorial y/o jurídicamente al país.
Frente a este panorama, es útil mirar a sociedades que han enfrentado el negacionismo con políticas claras. Alemania es particularmente relevante en este punto. Allí se ha legislado con rigor: se sanciona legalmente la negación, aprobación o grave minimización del Holocausto y otros genocidios, con figuras penales muy específicas, bajo penas de hasta 5 años de prisión, donde los tribunales han señalado que la negación del Holocausto no queda comprendida en la libertad de expresión.
Desde el punto de vista académico alemán, el término "negacionismo" -conceptualizado por el historiador Henry Rousso en 1987- se extiende más allá del Holocausto. Incluye también la negación o relativización de otros genocidios, siendo un ejemplo clásico el genocidio contra el pueblo armenio. Es así como la academia aporta herramientas conceptuales que permiten identificar el negacionismo. Se trata de un esfuerzo sistemático por desmentir y deslegitimar hechos históricos documentados, a menudo promovido por intereses políticos o ideológicos. Implica, asimismo, un intento de manipular relatos colectivos mediante la minimización de crímenes, acusaciones de exageración o negación directa.
El negacionismo no es una discrepancia legítima sobre interpretación histórica; es una estrategia que busca eliminar el sufrimiento de las víctimas del relato público y socavar la cohesión política y moral que sostiene a la democracia. Esto no implica cerrar el debate histórico, sino demarcar los límites éticos de la discusión pública.
En Chile, este debate ha sido sistemáticamente invisibilizado desde los años '90. Intereses políticos y económicos han bloqueado su discusión pública. Sin embargo, la vulnerabilidad del sistema democrático se ha evidenciado recientemente. Si no se logra incorporar este debate a la agenda nacional, más temprano que tarde, la distorsión de la historia -y con ella la soberanía sobre nuestra verdad- pasará la cuenta. El desafío es claro, ¿cómo reaccionar ante las mentiras sistemáticas en una democracia que se autodefine por el respeto a la verdad y los derechos humanos?
Lo vivido actualmente en la campaña presidencial de 2025 ha expuesto esta fractura. En particular, las posturas de candidatos de la derecha han irrumpido con discursos que crujen los límites del negacionismo: Johannes Kaiser (Partido Nacional Libertario) ha justificado el golpe de Estado de 1973 y afirmado que lo apoyaría "con todas las consecuencias" si fuera necesario, calificándolo de "pronunciamiento militar". Ha declarado, además, que durante ese periodo "evidentemente que iba a haber muertos y violaciones a los derechos humanos", y ha prometido indultar a militares condenados: "Yo voy a indultar a los uniformados que han sido condenados... y sin duda que voy a revisar todos los casos para atrás".
José Antonio Kast (Partido Republicano), aunque se distancia de golpes posteriores, ha mantenido una retórica firme: "Nuestra posición sobre lo que ocurrió hace 50 años es clara y conocida, y no cambia según las encuestas o la ansiedad electoral". Evelyn Matthei (Chile Vamos) justificó el golpe de Estado como "necesario" y "bien inevitable que hubiera muertos", justificando sus dichos en una supuesta guerra civil. Semanas más tarde se disculpó: "Sé que a muchos chilenos les molestó u ofendió lo que dije, y desde ya me disculpo por el dolor que mis palabras pudieron causarles".
Estas expresiones no son versiones alternativas del pasado; son relatos que relativizan crímenes documentados, soslayan violaciones a los derechos humanos y buscan legitimar enfoques autoritarios bajo un manto de realismo político. Eso, precisamente, es negacionismo.
Un sistema democrático se sostiene sobre un pacto de verdad que incluye la memoria del pasado. Cuando esta se quiebra, la sociedad queda a merced de reconstrucciones históricas interesadas, capaces de torcer el presente y futuro de un país. La respuesta no puede ser ignorar estas posturas ni minimizarlas. El Estado, la academia, la prensa y la ciudadanía deben confrontar el negacionismo con educación, legislación y memoria activa. Eso implica: inversión en educación histórica y formación en pensamiento crítico, desde el nivel escolar hasta la universidad; refuerzo de medios independientes y verificación de hechos (fact checking), para desmontar noticias falsas en tiempo real; potenciar instancias legislativas y judiciales que sancionen la negación flagrante de crímenes contra la humanidad, tal como lo hacen las leyes alemanas; activación de la memoria colectiva, a través de museos, espacios de conmemoración y verdad, sitios de memoria que den visibilidad a las víctimas y su descendencia.
Las democracias deben definir si permiten que se utilice el argumento de la libertad de expresión para negar crímenes de lesa humanidad. No se trata de censurar las ideas -que deben confrontarse-, sino de protegerlas cuando traspasan el umbral del negacionismo, el odio o la apología del autoritarismo.
Frente a la ofensiva de quienes prefieren versiones distorsionadas de la historia, el desafío democrático es grande: ¿Vamos a seguir tolerando relatos que reescriben genocidios, violaciones y dictaduras como episodios necesarios o inevitables? ¿O asumiremos el compromiso colectivo de enfrentar el negacionismo, sin medias tintas? El futuro democrático de Chile depende de esto. Por eso es urgente poner este debate en el centro, con claridad, firmeza y sin complejos.
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