Honor, desde hace mucho tiempo ronda esta palabra en mi cabeza, aparece como una idea punzante que me persigue. Por eso, decidí buscarla en el diccionario y para sorpresa mía la definición es muy básica.
Quizás, por lo mismo, porque “el honor es una cualidad de la moral que lleva al sujeto a cumplir con deberes propios respecto al prójimo y uno mismo”, simple, ¿verdad? Pero, aunque está en un simple diccionario de palabras, no está en el diccionario de ciencia política de Norberto Bobbio, ni en la enciclopedia política de Rodrigo Borja. ¿Eso significa que no deba estar en la política? No, claro que no.
¿Hay honor en política?, es complejo señalarlo. Ya que es la única disciplina en que se hacen cosas malas por buenos fines. Decirlo de ese modo es brutal.
Razón de Estado dirán algunos, por lo mismo que para exculparnos se apela a las ideologías que justifican nuestros actos en función de una idea, que no es necesariamente real, sólo basta que sea creíble por el grupo que la defiende, así muchas veces se disfraza la realidad o se le justifica.
Al final de cuentas todos hacemos cosas malas por buenos fines, y si resultan mal, bueno se atiende a la falla que hubo, a los medios, después de todo la política atiende a los resultados, y si estos son buenos, los medios está demás justificarlos.
Todo se ha emocionalizado, como si la búsqueda de justicia amparada en la idea de un nosotros tribalizado y auto referenciado, fuera más importante, que lo que nos pasa a todos.
Chile pareciera ser un país despojado de esta palabra.
No hay honor en los sacerdotes que abusaron de la confianza de los jóvenes, tampoco lo hay en quienes ocultaron sus crímenes.
No hubo honor en Pinochet y toda la Junta de gobierno, que traicionaron lo que juraron defender: la Constitución.
Tampoco hay honor en los civiles que nunca han respondido por sus actos ganando a manos llenas con la dictadura.
La lista puede ser enorme, hasta llegar a los carabineros que ajusticiaron a Catrillanca, aquí no hubo honor. Aquí, no hubo la “ley espejo de nuestro honor”, como reza la canción. Aquí, simplemente se adulteró el código de un uniformado.
Donde la disciplina, se basa en algo tan lejano y simple como el lema: “vivir con honor y morir con gloria”, que en este caso y otros queda en el suelo.
En fin, cada atrocidad que se ha visto nos plantea una sociedad sin honor y por lo tanto sin vergüenza, con políticos incapaces de resistirse apelando a este concepto, pues ¿sería honorable recibir el aumento de salario por hacer lo que hacen?,
¿Más aún si se nos compara con países como la OCDE, que con más población, con mejores índices de salud y educación que el nuestro, en donde la dieta parlamentaria es mucho más baja?, en esto no hay honor.
Con políticos, generales y curas que dan vuelta la cara y no renuncian cuando por honor, debieran hacerlo como se hace en cualquier país desarrollado o simplemente decente.
Si lo llevamos a planos más elementales, el ciudadano no lo hace mejor, desde no pagar autobús, o dar boletas por trabajos que no se han hecho. Todo esto no habla más que de una pérdida de lo esencial; no nos importa nada.
¿Me valen callampa todos mientras yo lo pueda hacer? Pareciera ser que la frustración es la que impera, la que nos lleva a esta sensación de que todo es relativo.
Es el autobús que se elude, porque no funciona; el militar que vende armas, porque no puede estar en la repartija del botín grande en el cual están sus superiores.
Si ellos quebrantan los códigos, más elementales del honor, entonces ¿por qué no la puedo hacer yo?, pensará.
Si quiero fregar a alguien le invento una acusación por robo, una injuria, una acusación de acoso sexual, total que importa la honra ajena, si no importa la mía tampoco.
Claro, no se llegará a nada tan malo si es inocente, la inocencia no vende, es más, complica porque debe ser institucionalmente probada.
Nada importará, la ruina sentimental del acusado, eso no importa, no hay resarcimiento posible, porque nunca se tuvo honor al acusar y menos se lo tiene al administrar la inocencia, porque la verdad se convierte en una idea relativa.
Si el honor significara algo en nuestros días, habría menos abogados trabajando en vestir una verdad con el traje de moda, siempre cuando existan los medios para costearlo.
Si a un ciudadano despojado de su más elemental noción de justicia ve esto a diario, en donde todo es defendible porque siempre hay alguien dispuesto a defenderlo, no se espere que actúe con valores republicanos, democráticos o simplemente decencia. El honor debe chorrear de arriba hacia abajo, como nunca lo hizo la redistribución prometida.
Es una consecuencia brutal la de emocionalizar la verdad, teatralizarla con pancartas y rayados infames y no hacerla un sentimiento que cale nuestra esencia; con un norte mínimo de lo que es justo, bueno o al menos bello, es un error que estamos pagando caro, sobreponer una emoción tras otra, con el propósito de ocultar una verdad o una mentira, sin tomarnos la pausa para digerir la realidad sobre la base de algún principio básico.
El filósofo Byung-Chul Han, en su libro Psicopolítica nos dice, “ni la emoción ni el afecto adquieren la amplitud que caracteriza al sentimiento. Son una expresión de la subjetividad”.
Por lo tanto, es complejo para cualquier institución prestar atención simultánea a cada emoción. Estos estados pasajeros eclosionan de un momento a otro, con su infinita capacidad de cohesionar, más aún cuando existen débiles de turno, con causas también de turno.
Todo se ha emocionalizado, como si la búsqueda de justicia amparada en la idea de un nosotros tribalizado y auto referenciado, fuera más importante, que lo que nos pasa a todos, no al consumidor que es re-dibujado con las emociones, afectos y valores de turno, sino al ciudadano, que en su calidad de persona debiese encarnar ideas que costaron siglos de luchas y muerte.
No es la búsqueda frenética y compulsiva de emociones, de efectos sobre cosas promocionadas por este sistema, las que nos imprimirán un sentimiento de honor; las cosas que se compran son solo emociones al final del día, y ojalá sea una tras otra, es lo que conviene.
Si sólo nos preocupamos de las emociones, que cambian tan rápido como el clima, no hay futuro ni como país, ni como individuos.
Si sólo actuamos guiados por el termómetro de las encuestas o de lo políticamente correcto, estamos condenados.
Necesitamos principios duraderos, que son la ruta, a la cual vuelve cada comunidad cuando cree perder el rumbo.
Necesitamos guiarnos por esos principios, aunque no estén de moda, aunque incluso a veces suenen tan extraños como el honor. Que como no ven, algunos, equivocadamente, creen que no existe.
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