Hemos visto ciertas declaraciones en la prensa referidas a las nuevas fuerzas políticas agrupadas en el Frente Amplio, marcadas por un fuerte escepticismo respecto de la evolución que tendrían más adelante, cuando sean menos jóvenes y maduren en relación a sus posiciones políticas transformadoras (“refundacionales”, dicen, como el argumento más crítico) y a la ética que las moviliza.
Se afirma que las cosas volverán a su cauce normal, es decir, al abandono de los ideales y a las prácticas corruptas de los partidos y fuerzas políticas o el arreglo para el beneficio personal. También he escuchado semejante escepticismo en la calle o en un viaje en taxi. Al final, dirán, "todos son iguales".
La naturalización de lo que en realidad constituye una forma de gobernabilidad constituye una cuestión preocupante. Por ello, en términos de la lucha por abrir paso a nuevas propuestas de organización del sistema político /social, no es suficiente dar a conocer el programa para un futuro gobierno. También es necesario desnaturalizar el ordenamiento político institucional en que se asienta esta gobernabilidad.
No se trata de analizar el problema de la corrupción como un asunto de personas inmorales. Como la vida nos enseña, en todas partes hay de todo. Nadie puede asegurar que si las nuevas fuerzas políticas llegan al gobierno no haya funcionarios y/o autoridades corruptas.
El asunto, sin embargo, es otro. Se trata de una problemática bastante extendida a través de los más diversos países y su origen ya ha sido largamente estudiado.
La corrupción como forma generalizada en las instituciones - públicas y privadas - o la simbiosis entre dinero / política / delito, no es una resultante de que todas las personas que se interesan en lo público tienen como sustrato valórico la codicia y el afán de beneficio personal.
Como nos clarifica el sociólogo argentino Juan Pegoraro (autor de “La corrupción como cuestión social y como cuestión penal”, 1998), el problema deriva de profundas cuestiones del orden social actual.
Desde luego se sostiene en el contexto de privatización y mercantilización de lo público, además en un marco fuertemente desregulado. También en la ausencia de financiamiento de los partidos políticos por un largo tiempo. Asimismo, en la reestructuración del Estado a partir de los procesos de “modernización” a los que ha sido sometido. Esto quiere decir, acorde a la extensión de la lógica mercantil a los ámbitos de las instituciones públicas y sociales, en base al modelo empresa tanto en su organización como en su gestión: es la lógica de la sub contratación, externalización de la ejecución de la gran mayoría de sus funciones.
De este modo el funcionario público tiene como tarea definir programas, los recursos asignados, los términos y exigencias para acceder a ellos, luego licitarlos, asignarlos y evaluarlos.
Esto promueve y facilita que en la sociedad civil grupos de interés privados, relativamente poderosos, presionen sobre los funcionarios públicos para favorecer sus intereses por distintas vías: coimas a cambio de boletas falsas para ellos eludir el pago de impuestos, o de la aprobación de una ley que los favorece, ofertas de inserción en sus empresas al término del período de gobierno, vínculos sociales favorables, presión ideológica mediática, etc.
Así, el interés privado se confunde con el interés público. Esto permite también que tales funcionarios puedan obtener recursos para los partidos a los que pertenecen y a los que deben sus cargos, lo que a sus ojos normaliza el hecho y le quita el carácter éticamente reprochable. Ello ha conducido paulatinamente a una creciente normalización de diversas prácticas inmorales, corriendo la barrera de lo permitido y lo prohibido.
El carácter pactado de la transición, gestionado por un pequeñísimo grupo de políticos , con sus fuertes limitantes de la acción política de los gobiernos y esta estructuración de las prácticas de gobernabilidad, así como las exigencias derivadas de campañas electorales extremadamente costosas, llevaron a la instalación generalizada y normalizada de las prácticas corruptas.
Con ello se constituyó en una forma de gobierno; más bien, en la forma de gobierno. Por ello al inicio del destape de esta crisis moral un senador, al ser acusado de financiamiento ilegal de su campaña y falsificación de documento público (corrupción), expresó públicamente su asombro porque se le acusara de prácticas que eran generalizadas, “normales”.
Si observamos las declaraciones de los imputados y la actuación de otros actores políticos tradicionales frente a estos hechos, se puede apreciar que ha habido un largo trecho en que no lograban tomar conciencia de la magnitud de la crisis política derivada de la visibilización pública de estos hechos y del carácter del reproche ético al sistema político, con la consiguiente pérdida de credibilidad y legitimidad de todas las instituciones y autoridades.
Por ello, en esta crisis política el recambio generacional en política no sólo implica unos jóvenes, que luego madurarán, que traen nuevas orientaciones respecto de la democratización del país y la instalación de la lógica de los derechos sociales, sino también su propuesta requiere otra forma de gobernabilidad, otra relación de lo público y lo privado, otra manera de observar los espacios sociales en que es adecuado o no adecuado su organización en términos de mercado, otra manera de abordar la política, otra manera de entender la democracia.
En esta otra propuesta obviamente no desaparecerá la corrupción como un hecho parcial, ocasional, aislado, pero no sistemático, generalizado, constitutivo de las estructuras más profundas de la vida social.
Y esto no le ha sido planteado a la opinión pública con suficiente claridad, ya es hora de terminar con las raíces de la corrupción. Por ello lo público debe ser reconstituido, modernizado, en coherencia con sus objetivos y finalidad, asegurando una gubernamentalidad acorde, una organización de todas las instituciones estatales y sociales y del sistema político cuya gestión resulte autónoma de intereses privados.
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