El rápido e inédito aumento de la desaprobación presidencial puso término a una brevísima -casi inexistente- luna de miel del nuevo gobierno. Ha sido, sin ir más lejos, la más corta desde la vuelta a la democracia. Sin desmerecer las posibles causas o consecuencias coyunturales de este fenómeno, conviene notar que, paralelamente, otra luna de miel parece vivir también sus últimos días: la del Frente Amplio como proyecto político.
Enfrentado hoy a su máximo desafío histórico, el conglomerado muestra un accionar tan ajeno como inconsistente con el relato de su breve historia política. Y la ciudadanía se da cuenta.
Desde sus orígenes en 2011, las principales figuras del actual Frente Amplio han ido forjando un ideario político sostenido en gran parte en recursos meramente discursivos y sobre la base de una vehemente crítica moral hacia la clase política: despreciando prácticas, desacreditando liderazgos y renegando logros, han dado vida a un proyecto generacional desde una visión outsider al aparataje político vigente.
Los niveles de descrédito que hoy padecen nuestras instituciones democráticas y el poco sentido de pertenencia que inspiran en la ciudadanía se han visto -sin duda- alimentados por esta cruzada generacional. Pero hoy, al poco andar, han demostrado que su estándar práctico, de gestión, de administración del aparato público, de conducción y de materialización de cambios escapa bastante a su elevado estándar discursivo.
Ello fue, probablemente, la principal causa por la que fueron una oposición tan mezquina al reciente gobierno de Piñera, y por la que han mostrado tanta irresponsabilidad en la no condena al uso de la violencia como herramienta política desde octubre de 2019. Esto, en algún sentido, es una buena noticia: vivir en carne propia las complejidades propias de gobernar les dará un mínimo de altura republicana que a la fecha no han mostrado.
Ahora, teniendo ellos la responsabilidad de liderar, y carentes ya del período de gracia del que han gozado con la ciudadanía por más de 10 años, aparece un valioso camino de mejora para la calidad y la credibilidad de nuestra discusión pública. Se abre una oportunidad para el ejercicio de una disputa democrática honesta, sin falsas caretas ni mesianismos inverosímiles. Las esperanzas engendradas en esta generación inevitablemente se enfrentarán a la práctica, que parece no ser muy distinta a la de sus antecesoras en la tarea de representar y canalizar los sentires y aspiraciones del pueblo de Chile.
La experiencia de Izkia Siches como ministra muestra desde varias ópticas el mismo fenómeno: llegó a ser el personaje público mejor evaluado durante la pandemia a costa de críticas al Ministerio de Salud por el manejo de la crisis sanitaria, proyectando un liderazgo joven, frontal y empático. Hoy, viéndose como la segunda autoridad del país, sufriendo los avatares de lo que implica mayores responsabilidades y necesidad de mayor experiencia y prolijidad en sus actos y dichos, ha tenido que ir poco a poco renunciando a lo que era. ¿Dónde radicarán ahora sus fortalezas? ¿Qué será lo que la ciudadanía valorará en ella? ¿Seguirán Boric, Jackson y Vallejo el mismo camino?
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