La unidad socialista: memoria, responsabilidad y presente

En diciembre de 1989, hace 36 años en Santiago, el Partido Socialista de Chile se reunificó. No fue un acto burocrático ni una corrección menor: fue una decisión política estratégica, adoptada cuando la democracia apenas comenzaba a reconstruirse y el país emergía de una de las experiencias más traumáticas de su historia. Venían días de optimismo contenido. Dos semanas antes, la victoria presidencial y parlamentaria había confirmado lo que el plebiscito del 5 de octubre de 1988 ya había señalado con claridad: la dictadura de Pinochet había sido derrotada y debía entregar el poder. En ese contexto, la unidad socialista no fue un gesto simbólico, sino parte constitutiva del proceso de restauración democrática.

Diez años antes, en 1979, el socialismo chileno había vivido una de las divisiones más profundas de su historia. Aquella fragmentación no fue solo ideológica u organizativa: fue el reflejo del impacto brutal del golpe de Estado de 1973, del derrumbe violento de la vía chilena al socialismo y de la imposibilidad de procesar esas diferencias bajo el peso del terror, la clandestinidad y el exilio.

Las tensiones internas siempre existieron en el partido. Pero el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende y la instalación del terrorismo de Estado crearon una situación excepcional. La represión convivió con errores políticos propios, entre ellos el voluntarismo y el sobreideologismo expresados en la consigna "avanzar sin transar", que terminó por desconectarse del núcleo estratégico que había hecho posible el triunfo de la Unidad Popular: transformaciones profundas, sí, pero ancladas en mayorías sociales amplias, institucionalidad democrática y una política de avances sucesivos.

Esa exacerbación del conflicto político, sin contar con las fuerzas indispensables para resolverlo a favor del movimiento popular, resultó a la postre fatal.

Nada de ello, sin embargo, justifica el terrorismo de Estado. La dictadura no fue una reacción defensiva ni una deriva inevitable: fue un régimen criminal, sostenido por la derecha y tolerado por sectores conservadores de centro, que gobernó mediante la tortura, la desaparición, el asesinato y el exilio. Esa verdad histórica no admite relativizaciones ni atajos interpretativos.

En los años '80, dispersos, mermados y dañados, la unidad dejó de ser una aspiración moral para convertirse en una necesidad política. Sin ella, el socialismo habría quedado excluido de la transición y, con ello, de la representación de las víctimas, de la disputa por la memoria y de la defensa de los límites democráticos del nuevo régimen. Esa exclusión era precisamente el objetivo del dictador. La unidad lo impidió.

Hoy, a más de tres décadas de aquel 29 de diciembre, este debate vuelve a ser pertinente. No por nostalgia, sino por actualidad. La derrota reciente, el desgaste del progresismo explicativo y la desconexión con amplios sectores populares y de clase media han vuelto a poner en cuestión la relación entre identidad, gobernabilidad y mayoría social.

En ese contexto, algunos relativizan el papel del socialismo reunificado en la transición, como si se tratara de una claudicación o de una adaptación cómoda al orden heredado y lo que fue la Concertación. Olvidan -o prefieren ignorar- que, sin esa decisión, el país pudo haber transitado hacia una democracia sin izquierda, sin representación efectiva de las víctimas y con amplios márgenes de impunidad. Olvidan también el contexto internacional: el derrumbe de los llamados "socialismos reales", que dejó al capitalismo global sin contrapeso y a la izquierda mundial en una posición defensiva inédita.

La unidad socialista de 1989 no fue solo una estrategia exitosa. Fue un acto de memoria activa. Un compromiso con los caídos, con los perseguidos, con quienes resistieron desde la clandestinidad, el exilio o el miedo. Ellos fueron el centro moral y político de ese proceso.

Actualizar esa lección hoy no significa repetirla mecánicamente. Significa comprender que sin identidad no hay proyecto, pero que sin mayoría social no hay transformación posible. Significa asumir que la unidad no puede pagarse con silencio ni con mimetización, pero tampoco con fragmentación estéril ni con superioridad moral.

Recordar la reunificación socialista no es quedarse en el pasado. Es enfrentar el presente con responsabilidad histórica. Porque la memoria, cuando es honesta, no inmoviliza: orienta. Y porque los partidos que olvidan por qué se unieron terminan, inevitablemente, sin saber para qué existen.

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