Desde los más diversos temas de interés público hasta la consulta acerca de un candidato, las encuestas han fungido de instrumento para medir el peso de las opiniones. De este modo, inciden en el curso de la agenda sistémica e institucional, así como también vaticinan la viabilidad de las candidaturas.
Roberto Méndez, en un no tan reciente cuestionamiento a la legitimidad de dichos instrumentos, ofuscado respondió que “si no fuera por las encuestas, él no sería candidato”. A confesión del director de Adimark, los candidatos no son elegidos por la ciudadanía ni por sus partidos, sino por las mediciones que dirigen él y unos cuantos.
Así las cosas, cualquier ciudadano podría preguntarse si el objetivo de las encuestas es reflejar la opinión o construirla. En efecto, debido a este curioso y ambivalente fenómeno es que éstas pueden transformarse fácilmente en un arma de propaganda, en vez de un instrumento riguroso. A sabiendas de su poder, la tentación parece ser grande.
Pero las encuestas no solo refieren a cuestiones de tipo electoral, también las hay para dar seguimiento a determinados temas de interés público: salud, educación, delincuencia, entre otros tantos. Se produce en su publicidad una curiosa triangulación donde medios de comunicación, encuestadoras y centros de pensamiento, afines ideológicamente, amplifican el mensaje, incidiendo en la agenda y estableciendo grupos autorizados a opinar sobre ella.
Periódicos y centros de estudios incluso se asocian para generar mediciones de opinión pública, cuyos resultados son publicitados por el medio de comunicación en formato de primicia.
En definitiva, estos publican encuestas que refieren a temáticas cuyo posicionamiento está influido por su propia actividad editorial. Los resultados son, a su vez, una noticia en sí misma y tiende a interactuar con la línea editorial del diario (o, por lo menos, constituyen un instrumento para medir la eficacia político-editorial del mismo). La recursividad y auto referencia presente en este fenómeno significa un impacto político de gran alcance.
Han sido objeto de debate y análisis tanto el poder simbólico como los efectos políticos que las encuestas producen.
En la conferencia que lleva por título “La Opinión Pública no existe”, ya en 1972 Pierre Bourdieu problematizó acerca del estado en que se encontraban estos instrumentos y los mecanismos mediante los cuales dichas mediciones participaban de la construcción y organización de la opinión.
El autor sugiere que su función principal es de carácter político y consiste primero en “imponer la ilusión de que existe una opinión pública como sumatoria puramente aditiva de opiniones individuales”. Continuaba señalando que, mediante un efecto de imposición de la problemática, las encuestas presentan algunas de ellas a los entrevistados hasta conformar "problemáticas predominantes" que sirven posteriormente a la toma de decisiones.
Estas temáticas interesan especialmente a quienes detentan el poder y están formuladas en función de organizar la acción política para encausar adecuadamente posiciones que muchas veces ya están tomadas. Por consiguiente, lo que se persigue con ellas es “legitimar una política y reforzar las relaciones de fuerza que la sostienen o la hacen posible”.
El monitoreo de la opinión pública es especialmente intenso durante una coyuntura de politización, por ejemplo, aunque no únicamente, durante un proceso electoral. Hablando desde la legitimidad científica, pretenden otorgar autoridad a sus planteamientos en un contexto en el cual la ciencia, convertida en religión moderna, transforma a las encuestas en una especie de verdad revelada.
Tras su elaboración y publicidad hay un ejercicio de poder que tiene la facultad potencial de incidir en la motivación de los ciudadanos. En lo electoral, administra la información de la cual dispone el votante y, por tanto, puede eventualmente incidir en los resultados. Es por ello que en muchas partes del mundo se han consensuado ciertos límites a su publicidad en determinadas fases del periodo eleccionario y nuestro país no ha sido la excepción.
En la primera vuelta de este 19 de noviembre, las encuestas se enemistaron brutalmente con la realidad. Si el propósito de estas mediciones es dar cuenta del clima de opinión y predecir resultados electorales, no cabe duda que fallaron rotundamente.
Si su objetivo es, en cambio, determinar los resultados por medio de un ejercicio de propaganda, pues parece que, en buena medida, fracasaron también. La realidad les golpeó en la cara sin piedad.
Semejantes tropiezos recuerdan la penosa defensa de George Stigler ante los cuestionamientos al carácter científico de la economía. El académico de la Escuela de Chicago argumentaba porfiadamente que "no es la economía la que se equivoca, sino la realidad".
Traigo este episodio a colación pues, en el cada vez más pedregoso oficio de justificar los desaciertos de Cadem, Adimark o Cep, ya nada más les falta afirmar semejante absurdo: que no son las encuestas las que se equivocan, sino los votantes.
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