Algunos medios han declarado que si algo grave está ocurriendo en el mundo actual es la desvalorización de la verdad y la producción masiva y rentable de falsedades. Como era de esperar, ya han saltado algunos recurriendo a Nietzsche y su máxima de “los hechos no existen, solo las interpretaciones”,o restando interés al tema, porque, según dicen, los políticos y los periodistas han mentido durante toda la historia. Creo que estas reacciones muestran muy poca comprensión de la gravedad de lo que sucede.
Pienso que el extravío de la veracidad como una necesidad de la política y de cualquier interacción social, así como la pérdida de la valoraciónsocial de los hechos y los datos, no solo es grave, sino que es uno de los factores que más directamente está conduciendo al fin de las democracias liberales.
No hablo aquí solo de políticos mentirosos, como han aparecido recientemente por el mundo en plebiscitos y elecciones, ni de las encuestas cargadas, que yerran sin pudor alguno y siguen como si no pasara nada; ni tampoco de las distorsiones acostumbradas de la “prensa seria”, temas todos graves pero conocidos, sino de algo que me parece aún más preocupante, que es el surgimiento de una cultura de indiferencia ante los hechos y los datos, y la tendencia, patente en vastas masas de la población, en especial en las de menor educación, o sea en las mayorías, de inventarse los propios.
Tampoco hablo aquí de opiniones, que es bueno que sean muchas, variadas y respetadas; me refiero a hechos, a datos, a cifras, a acontecimientos comprobables por métodos científicos, ya que son esos los que están desapareciendo como elementos de juicio para ser reemplazados por artificios cognitivos que responden al apetito por el espectáculo, el lucro y la sensualidad.
Por una parte está la industrialización de la mentira en internet. Hace algunos días el Washington Post, entrevistó a dos “productores” de noticias falsas, quienes adjudicaron su éxito económico y “profesional” precisamente a su capacidad de mentir. Estaban orgullosos de atraer con una foto chocante o escandalosa la atención del “consumidor” sobre un hecho inventado por ellos y destinado a influir en el escenario político. Celebraban su éxito comercial. Su portal tenía centenares de miles de seguidores. Como estos hay muchos más.
Está en seguida el fenómeno del “chatbot”, programas de software, dotados de unas pequeñas dosis de inteligencia artificial, y de técnica comunicacional, capaces de enviar 23.000 twits diarios de manera automática, sofocando con información falsa cualquier debate serio.
Google y Facebook han declarado que harán lo que puedan por reprimirlo, pero lo dudo, creo que la propia tecnología que han creado los supera. Como es sabido el internet facilita el ingreso a una realidad fragmentada y paralela, por las que el consumidor –ese que antes se llamaba ciudadano- accede a un mundo de realidad virtual, de fantasías y conspiraciones, con las que intenta resolver la ansiedad propia del individualismo obsesivo. Esto recién comienza.
El impacto de este fenómeno en la política no se ha dejado esperar. Algunos políticos falsean los hechos sin ningún castigo del electorado, y lo hacen cómodamente, no tanto por mentir, sino porque la verdad y los hechos ya no parecen importarle mucho a nadie. Saben que es tal la cantidad de información disponible, y son tantas las dificultades para verificarla, que la reciente especialización periodística de verificadores de datos tiene poco futuro, no alcanzan a cazar la próxima mentira.
Este contexto acabará por hacer la democracia imposible. Si los datos no existen, o más bien existen tantos que la realidad se fragmenta hasta hacerse incomprensible e impedir todo juicio, la razón -que desde la Ilustración suponíamos que guiaba la deliberación ciudadana- se imposibilita. Y si cada cual puede tener sus propios hechos, no es la emancipación la que se impone, sino la razón del poderoso, que será siempre la mejor. Solo el poder se impone.
En ese momento, tal como lo ha propuesto el filósofo Maurizio Ferraris en su crítica al pos modernismo, si el consumidor de internet piensa que la realidad está constituida, no por el conocimiento empírico de los hechos, sino por el poder, porque cree que el conocimiento de los hechos es solo poder, y cree además que todo poder es detestable –se cae necesariamente en la conclusión que existe mi realidad y la del poder; mis hechos y los del poder, con lo que desaparece cualquier adhesión social a un sistema institucional consensuado. La política se hace inútil y despreciable, el debate una pérdida de tiempo, la noticia no importa si no excita, si no divierte. Y anulado el razonamiento social, los datos no cuentan.
De Tocqueville en su famoso estudio sobre La Democracia en América termina imaginando un despotismo pos democrático y dice, “veo una muchedumbre inmensa de hombres similares e iguales que se dedican sin reposo a ellos mismos para procurarse placeres pequeños y vulgares…Cada uno es extranjero al destino de todos los demás…la especie humana se ha conformado solo por sus amigos y familiares, y a sus conciudadanos no los ve, porque él existe en si mismo y para sí mismo. Por sobre ellos se establece un poder inmenso y tutelar que se encarga por si solo de asegurar su entretención y de cuidar su suerte. Ese poder es absoluto, detallado, regular, previsor y dulce…fija a todos los hombres en la edad infantil.” ¿No es acaso la mejor descripción imaginable del reinado de la tecnología y la realidad virtual?
La única respuesta posible a todo esto es el fortalecimiento de la democracia. Pero esta frase permanece vacía si no se agrega la necesidad de volcar el sistema tecnológico a favor de la confluencia de voluntades y la creación de mayorías, lo que implica en la práctica darlo vuelta de cabeza.
La única forma es mediante una educación cívica que canalice el uso de las nuevas tecnologías hacia decisiones políticas colectivas y un sistema político dispuesto a incorporarlas. Solo esto podrá reponer la circulación de opiniones basadas en datos verdaderos, gestando una democracia sostenida por poderes locales y consultas populares y un nivel nacional capaz de nivelar los poderes representativos con las decisiones plebiscitadas.
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