Los drones no son un juguete de vigilancia

Hace algunos días, la Municipalidad de Las Condes puso en operación su sistema de drones de vigilancia. Su propósito sería, según declara la el municipio, evitar el consumo de alcohol y drogas en la vía pública y prevenir el microtráfico.

Se asegura que los operadores de estos artefactos cuentan con la certificación de la Dirección General de Aeronáutica Civil y que el manejo y almacenamiento de las imágenes captadas se regirá por las recomendaciones del Consejo para la Transparencia. Inclusive, se ha dicho, las personas pueden solicitar la eliminación de grabaciones en que aparezcan.

Pero los problemas que generan los drones exceden las garantías que anuncia el Alcalde Lavín.

Es cierto que los Globos de vigilancia ya en funcionamiento finalmente fueron autorizados por la Corte Suprema, pero con importantes condiciones. Sin embargo, estos artefactos tienen características muy diferentes.

Un dron es más dúctil, puede sobrevolar a diferentes alturas, desplazarse de un lugar a otro, cuenta con cámaras y parlantes para transmitir mensajes, además puede efectuar seguimientos.

En cierto sentido se parecen a un guardia municipal, pero no lo es. No tiene rostro ni identificación. Por más que uno de sus operadores pueda identificarse al momento de emplearlo en labores de vigilancia. Quien maneja la consola de control sigue en el anonimato para el vigilado. Cuestión peligrosa cuando se dispone de poder. Y vigilar es un poder.

Sostener que la lucha contra la delincuencia es argumento suficiente para justificar la operación de tales aparatos no dista de ser un eslogan sin contenido. Para afectar los derechos establecidos por la Constitución se requieren más que buenas intenciones. Y ocurre que con dispositivos como los drones la intromisión en la vida privada de las personas y la afectación al derecho a la no discriminación arbitraria son más intensas. Más que con los Globos de vigilancia y más que con las cámaras de seguridad, pues estas herramientas cubren sectores, no pueden seleccionar, perseguir e intimidar a sujetos específicos ante una mera sospecha.

Alguien podría contestar a lo anterior con otro eslogan: quien nada hace, nada teme. Empero la respuesta ante esa frase vacua es, porque nada malo hago tengo derecho a no ser vigilado ni seguido, mucho menos por alguien sin rostro.

Por eso los apoyos irrestrictos a cualquier medida de vigilancia necesitan dejar atrás una falacia sobre la privacidad que ha gozado de muy buena salud durante demasiado tiempo. Muchos, académicos especialmente, han sostenido que el derecho a la protección de la privacidad desaparece en los “lugares públicos”, cuestión que dista de ser correcta, pues la rutina de cada uno de nosotros es testigo de que no sólo en nuestros hogares desplegamos conductas que no  deseamos divulgar ni que tengan testigos.

Y de eso se trata contar con un derecho a la protección de la vida privada, de poder aprovecharse de una burbuja de inmunidad respecto de la mirada de terceros, sea donde sea, siempre y cuando no infrinjamos la ley. Y eso, corre peligro con los drones.

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