No hablemos de Dilma

Los días previos al Golpe de Estado en Honduras, solo parecía haber dos escenarios posibles: la primera, que la consulta popular sentara un precedente político, que llevara a las fuerzas partidarias tradicionales a considerar la modificación de la clausula pétrea de la reelección presidencial y la segunda, que la mayoría parlamentaria opositora al Presidente terminara destituyéndolo al día siguiente.

Ninguna de las dos sucedió, el Presidente fue sacado a la fuerza por un Comando de militares, que no sabremos nunca si salvó su vida o ejecutó el plan original del golpismo, restableciendo la destitución forzada de un mandatario electo por el voto popular.

No pasó mucho tiempo más cuando vimos atónitos la destitución parlamentaria del Presidente Fernando Lugo, en aquello que parecía una sofisticación en el arte de derrocar Gobiernos. Ahora, fuimos testigos de la destitución de la Presidenta del Brasil, por un quórum calificado de parlamentarios federales.

Sin embargo, no quisiera referirme a este último episodio como un corolario de los anteriores o analizar políticamente el proceso que vivió Brasil los últimos meses, sino mirar con mayor detención la arquitectura institucional del sistema, particularmente la relación Congreso - Gobierno.

Los sistemas presidencialistas latinoamericanos, con profunda raíz monárquica, parecen lentamente enfrentados a una encrucijada extremadamente compleja. Esta encrucijada se genera por la realidad política de nuestros países, que arrastran hace un tiempo una crisis de representación de proporciones, donde los partidos políticos del siglo XX parecen amenazados poderosamente con la extinción, demostrando que los sistemas de organización del poder parecen un traje que no cabe en este nuevo cuerpo social.

La existencia de uno o dos partidos tradicionales de cobertura nacional, que eran capaces de significar en sus estructuras un tejido social diverso en lo territorial y cultural, están cediendo a estructuras locales poderosas, donde los viejos caudillos partidarios y regionales, abren paso a partidos y movimientos independientes de estructuras centrales. Lo nacional, parece ir lentamente cediendo a regionalismos que forman verdaderos mosaicos de la realidad nacional, muchas veces con miradas contradictorias entre si.

Este panorama se ha visto muchas veces estimulado por reformas políticas que generan fuerzas centrifugas, en términos de reducir umbrales de creación de estructuras partidarias, lo cual mezclado con sistemas de elección proporcional de base territorial exclusivamente regional, arrojan una amalgama difícil de sintetizar en Congresos que se encuentran constitucionalmente relegados a un segundo plano.

Hagamos solo una reflexión básica, ¿cuántos representantes son electos con mandato de nivel nacional? En muchos de nuestros países la respuesta es simple, sólo el Presidente de la Republica.

Nuestro país no escapa a ello, pensemos que aprobada la elección de Gobernadores Regionales, el panorama establece que la balanza nacional-regional arrojará una ventaja cuantitativa abrumadoramente ventajosa a la realidad local (Senadores, Diputados, Consejeros Regionales, Alcaldes, Concejales y Gobernadores Regionales) sobre la nacional (Presidente).

La reflexión sobre este panorama es obvia, ¿cómo puede una sola autoridad nacional lograr conjugar los requerimientos regionales, muchas veces contradictorios o distantes unos de otros, sin el apoyo de algún otro poder del Estado?

¿Nos parece razonable que las presiones de los parlamentarios al Gobierno Central por tener el mayor control posible del Gobierno Regional, sean invisibles y canalizadas con reglas informales?

¿No debería toda arquitectura institucional aspirar a encauzar y resolver los conflictos de poder reales y no formales?

El debate de la gran reforma del Poder, como se genera y ejerce, no puede esperar más. No se necesitan encuestas, que mutan y reciclan, para entender que algo no parece encajar en el sistema de convivencia social. No tenemos porque transformar a Chile en una oportunidad para el populismo, cuya base central es la vulneración del sistema democrático, invocando valores superiores y supeditando las normas constitucionales a la voluntad del líder.

Difícil resulta plantear alternativas del sistema político chileno, sin encontrar enconada resistencia de políticos o teóricos, a pesar de lo cual creemos que no tenemos mas que dos alternativas viables.

La primera, mantener el proceso de “regionalización”, avanzando en un federalismo atenuado y generado por vía fáctica-popular, generando un contrapeso con la elección nacional del Senado, de forma que el sistema bicameral tenga algún sentido.

La segunda, instaurar un sistema semi-presidencial, con reglas centrípetas para los partidos políticos, para no vivir el “síndrome español”, que genere Gobiernos con estabilidad parlamentaria que permita desarrollar las políticas públicas básicas que se proponga un programa.

No hablemos de Dilma, porque la Presidenta podría pertenecer a cualquier coalición política, que puesta en una minoría, caería víctima del clivaje institucional, sin importar los quienes ni los porqué.

El verdadero desafío es generar un sistema político que entregue gobernabilidad, estimule un desarrollo continuo y coherente, donde las tentaciones para vulnerarlo con miras a perpetuarse en el poder, sea reglado por la prohibición absoluta de reelección indefinida de toda autoridad publica, desde el concejal hasta el Presidente de la República. 

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