Hemos conocido hace unos días los resultados de la última encuesta CASEN, correspondiente al año 2015 y que mide la pobreza en nuestro país. Los datos arrojados por la encuesta son congruentes con la tendencia que ya hace varios años exhibimos: la pobreza sigue cayendo, situándose ahora en un 11,7% de la población, y dentro de ella la pobreza extrema también baja, representando un 3,5% de los chilenos. Estos datos han sido recibidos con satisfacción en el mundo político, comenzando por la misma Presidenta Bachelet, que se tomó un momento en su viaje a Nueva York para comentarlos, diciendo que “vamos por la dirección correcta”.
No es un misterio que la pobreza ha disminuido de forma drástica y sostenida en las últimas décadas, y que eso constituye un éxito nacional insoslayable para cualquiera; sin unas mínimas condiciones materiales es muy difícil el goce de otras cosas, como un tiempo de calidad para la familia, la amistad, la participación ciudadana, la reflexión sobre nuestra comunidad política, oel desarrollo intelectual, espiritual y artístico de cada persona.
Hace un par de meses tuve la suerte de participar en un encuentro en torno a la opción preferencial por los pobres en Argentina y con presencia de distintos líderes políticos, sindicales y sociales de Latinoamérica.
Aunque mi exposición de la realidad chilena no fue complaciente, hay que reconocer nuestro punto de partida era muy distinto al de aquellos países donde más de la mayoría de la población se encontraba en situación de pobreza y con un muy bajo índice de desarrollo humano.
En efecto, pareciera ser a ratos que los problemas de nuestro país son los de un país que ha alcanzado un considerable grado de desarrollo y que vuelca sus esfuerzos a un mayor grado de igualdad y cohesión. Así es como de pronto nos encontramos debatiendo si la gratuidad universitaria debe incluir o no al 40% más rico, interrogante interesante y debatible, pero suntuaria.
Históricamente la representación política de “los pobres” ha sido enarbolada por distintos sectores. Los populismos de distinto signo y apellido, en Latinoamérica y el mundo, han pretendido gobernar para ellos –aunque sin ellos–y la mayoría de las veces el saldo ha sido negativo para los más frágiles de la sociedad.
Los partidos democráticos de izquierda hicieron un inconmensurable aporte en el siglo XX para avanzar en derechos sociales, pero en el siglo XXI parecen desorientados, casi indistinguibles en materias económicas y culturales de sus pares liberales (sectores del PS y Amplitud podrían fácilmente llegar a acuerdos en temas como la eutanasia o el sistema de pensiones).
Este giro, liberal y cosmopolita, ha tenido algún efecto en la base de representación tradicional de los partidos socialdemócratas y representa para ellos un desafío: fueron personas mayores, obreros industriales, poco ilustrados, en la periferia geográfica, y laboristas los que manifestaron su descontento votando por el “Brexit” en Gran Bretaña ¿y qué pasa en Chile?
Los socialcristianos, por su parte, tuvieron un rol central el siglo pasado en ir hacia los más marginados dentro de los pobres –el campesinado–y promovieron la asociatividad como la herramienta más potente de dar voz a los sin voz y que los mismos empobrecidos pudieran luchar por su dignidad, esto a través de la promoción popular de Frei.
Hoy la DC, un partido de inspiración cristiana de vanguardia que asumía en sus principios de 1957 la tarea de liberación humana y transformación social basada en el comunitarismo, parece muchas veces más desorientada que sus colegas de izquierda, cobijando en su interior un espectro ideológico amplísimo, y siendo percibida en la práctica como un ente moderador y corrector de reformas.
La defensa de los pobres por la derecha política, que no es una característica en su historia (sino más bien lo contrario), hoy se ejerce a través de la defensa de la focalización económica combinada con un cierto de grado de populismo, cuyo epítome es la “UDI popular”, que sintomáticamente ha dejado de lado el apellido “popular” desde marzo de este año, para enfocarse en la clase media.
Muchos hicimos nuestra entrada a la política formal movidos por el Evangelio y las enseñanzas de esa Iglesia que llama a involucrarse en los asuntos terrenales y estar al lado de los pobres.
La Teología de la Liberación es el aporte intelectual más reconocido de Latinoamérica. Pero, ¿cómo puede traducirse esto en la acción política en Chile hoy? ¿Tiene vigencia esta opción preferencial a 45 años de la publicación del libro Gustavo Gutiérrez que daría origen a esta teología política basada en la liberación?
La pregunta es más difícil entendiendo que no estamos hablando de acción social o política ampliamente considerada, sino de acción política y partidaria, en un contexto de ardua competencia electoral. Tal vez lo sensato es hacer como la UDI, moviéndose de lo popular a la clase media, donde indiscutiblemente está el grueso de los votos, hay legítimas y crecientes demandas y una sensación de vulnerabilidad al no contar con las políticas focalizadas de los sectores más menesterosos, ni los recursos de los más ricos.
Es posible que las políticas enfocadas en sectores medios sean también más rentables desde un punto de vista. Tal vez el obrero comunista o socialista de comienzos del siglo XX es el “emprendedor” de hoy. El campo, base electoral histórica de la DC era el 13% de la población en 2010.
En suma ¿tiene sentido la opción por los pobres para inspirar la acción política en el Chile de nuestros días? La respuesta no es obvia. Pero creemos que sí.
En primer lugar porque el poder político no puede vivir sólo para reproducirse a sí mismo, apelando sólo a los electores. Como se dice, una sociedad debe ser juzgada según como trata a los débiles. Lo niños vulnerados no votan, ni tampoco los presos y muchos de los inmigrantes, sin embargo la necesidad de un trato digno para los tres grupos anteriores es tan conocida como postergada.
¿Habrá un cambio en el SENAME tras los casos que hemos conocido?
¿Tuvo alguna consecuencia en el sistema carcelario el incendio de la cárcel de San Miguel en 2010?
¿Dejaremos de ser el país con la ley migratoria más antigua de Latinoamérica en el corto plazo?
La pobreza más que con ingresos tiene que ver con invisibilidad, y en este desarrollo con patas de barro que tenemos, hay sendos grupos humanos que parecen ser invisibles a la voluntad política. No es sólo un imperativo ético, sino que también político darles respuesta.
En segundo lugar, la pobreza también tiene que ver con fragilidad. Los datos conocidos sobre pobreza son incompletos, pues solo apuntan a los ingresos que por sí solas consiguen las familias. Si consideramos las condiciones de salud, educación, trabajo, vivienda y la posibilidad de contar con redes de apoyo, resulta que uno de cada cinco chilenos es pobre según la misma encuesta CASEN, y mucho mayor será el número si incorporamos a quienes por un infortunio de la vida podrían caer en esta categoría.
En tercer lugar, “pobreza relativa” es otro nombre de la desigualdad. Las sociedades más desiguales son las más enfermas. Enfermas de falta de confianza, de enfermedades mentales y espirituales, de violencia, entre otros indicadores que han sido estudiados. El problema de la extrema riqueza ha sido menos conceptualizado que el de la extrema pobreza, y no tiene que ver con la envidia, sino con una mínima congruencia entre el valor del trabajo efectivo y lo que se recibe por ello. Tiene que ver también con cohesión social y supervivencia de la convivencia política.
Una opción preferencial por los pobres, por los invisibles, por los frágiles, por los marginados, por los que reciben una retribución por su aporte al progreso, es no sólo una opción posible, sino que necesaria. Para los partidos de inspiración cristiana un imperativo y a la vez una oportunidad para dar a un próximo programa de gobierno un aporte de su identidad.
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