¿Por qué importa la desigualdad de ingresos? La batalla valórica

Chile nuevamente destaca como uno de los campeones de la desigualdad de ingresos. Esta vez fue un ranking, dentro de los países de la OECD, en la brecha entre ricos y pobres.¿Resultado?Los más desiguales.

Así y todo, la batalla valórica a favor de la lucha contra la desigualdad de este tipo no está ni de cerca ganada.

Para muchos el asunto sigue siendo la pobreza de ingresos en términos absolutos la única batalla social relevante: “si todos tienen con qué vivir, ¿qué importa que unos sean más ricos?” o, al revés, “si la lucha contra la desigualdad nos va a hacer a todos igual de pobres, ¿qué ganamos? ¡Perdemos todos!”.

En una cosa estos tienen razón, la pobreza de ingresos es un drama enorme y prioritario, y la alta desigualdad en Chile, no tiene que ver con que un grupo se dispare hacia abajo, sino con que ¡un grupo se dispara hacia arriba!

Hablar de desigualdad sin hablar de los más ricos es no hablar de desigualdad en Chile ni en el mundo entero.Por lo mismo no se soluciona con las necesarias focalizaciones en políticas sociales a favor de los más pobres.

Para otros, si se habla de desigualdad, lo relevante es la “igualdad de oportunidades”, entendida como que “todos tengamos las mismas oportunidades para acceder a la distribución de cargos y riquezas”.

El problema aquí es cuando se quiere concretizar eso de las “oportunidades” se termina usualmente hablando de “mínimos de ingresos/educación/trabajo”.A lo más, se rescata la noción de la no-discriminación como sinónimo de esa igualdad de oportunidades. Poco importa si hay distintos tipos de educación, trabajo y riquezas varias en el inicio que marcan el resultado final de la distribución.

Pero ¿por qué importa la alta desigualdad de ingresos en Chile? Básicamente porque es injusta tanto en sus orígenes como en sus consecuencias. Y esto se hace dramático en una sociedad donde el dinero cuenta tanto.

Por el lado del origen. Si la desigualdad de ingresos por lo alto fuese producto de las decisiones o responsabilidades individuales o familiares, la tolerancia sería mayor. Pero sabemos que no es así.

Si fuese producto del “talento”, también, aunque igual cabría preguntarse por el origen de el y sus consecuencias. Pero tampoco es así.

Si fuese, por último, producto de la distribución de los “aportes a la sociedad”, vale, habría que estar más satisfecho.

Pero la alta desigualdad de ingresos en Chile y en la mayor parte del mundo no tiene esos orígenes sino tiene que ver con la cuna y educación que recibiste; mercados poco competitivos con utilidades sobre normales en sectores claves; un sistema tributario que no logra sus objetivos de progresividad y, una cultura de clase, donde más allá de las competencias recibidas hay contactos, modos, “habilidades blandas”, privilegios, acceso a información que resultan decisivos a la hora de la determinación de quienes se disparan del resto.

Ahora bien, el asunto no atañe sólo a las fuentes de la desigualdad. La injusticia también se puede medir por las consecuencias de la desigualdad de ingresos.

Si lo que parece más relevante sigue siendo “el crecimiento de la torta”, la alta desigualdad de ingresos por las causas ya dichas está vinculada a la ineficiencia económica: pérdida de talentos, asimetrías de información, mercados poco competitivos, todo ello a corto plazo.

A largo plazo, no hay crecimiento económico sostenible si no hay paz social, si no hay confianza en los demás. Los economistas institucionalistas lo saben bien. Por lo mismo, no hay necesariamente un balance que hacer entre crecimiento versus igualdad.Al menos a los niveles que estamos hablando y por las causas ya dichas.

Mucho más grave en cambio, para alguno de nosotros, es la influencia en la democracia. Primero porque el sentimiento de injusticia daña el gran apoyo de ésta que es la confianza y el sentido de pertenencia.

Pero más importante aún, porque en una sociedad donde el dinero compra demasiadas cosas, la desigualdad de ingresos no sólo se transforma evidentemente en desigualdad económica, sino en desigualdad de poder, de influencia, de acción pública.

Así, la batalla contra estas consecuencias tiene una vía que es la distribución de los ingresos pero otra aún más importante como es el poner límites a lo que el dinero puede comprar. Limitar el poder del dinero.

Por último, si como a muchos, lo más importantes son los más pobres, la injusticia de la desigualdad se agudiza. Es que la situación de pobreza no es sólo carencia de ingresos. Lo es, pero es más que eso.

Es privación de capacidades en un sentido y, más de fondo, exclusión y experiencia de sentirse menos. La pobreza no es un fenómeno estadístico.Es una situación de personas que, como tales, viven, sienten y padecen en sociedad.

No da lo mismo que un porcentaje de la población viva en otro mundo, que les sobre lo que a otros les falta, no sólo bienes, sobre todo poder para decidir y actuar en la vida de ellos y de otros.

Esto puede provocar muchas reacciones, desde la rabia y la violencia, hasta la resignación y naturalización de la propia pobreza: “es lo que me tocó”. Pero, sea lo que sea, allí simplemente no hay comunidad. Es quizás lo peor de la desigualdad, la destrucción de lo común. No hay comunidad posible con alta desigualdad.

Por ello la desigualdad de ingresos importa, y mucho. Quizás debiese importar menos y debiésemos concentrarnos en la desigualdad de poder. Pero, por ahora, lamentablemente, está muy unida.

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