Con las imágenes de los atentados terroristas de Barcelona, pero también con la secuela de muerte que seguimos presenciando en Siria, comparto con ustedes ideas y sentimientos de repudio. Una vez más, los ataques perpetrados con sus nuevas formas y dimensiones, sumadas a las viejas formas de legitimación del terrorismo, merecen una atención especial desde la siguiente certeza, no es comprensible esta problemática sin otorgar la centralidad que tiene al “factor religioso”.
José Saramago, al reflexionar sobre el ataque a las torres gemelas en New York, en 2001, situaba el problema en el “factor dios”, “siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en nombre de dios”. [1]
Aquel acontecimiento representó la tragedia de dos mundos, de dos civilizaciones que chocaban violentamente: la globalización irrestricta dominada por una sola potencia, inspirada en el dios mercado y los tribalismos intolerantes que resisten la invasión hasta el sacrificio total. El Dios que parecía gigante demostró su impotencia.
Otro dios que parecía marginado demostró aquello de lo que es capaz. Parece cumplirse la hipótesis de Gilles Kepel sobre “La revancha de dios”[2], a través de la cual aparecen hoy las grandes religiones en el intento de reconquistar el mundo. Su principal estrategia son los diversos tipos de integrismos y/o fundamentalismos.
Las relaciones entre religión y política, convivencia y orden social han experimentado en las últimas décadas un proceso de transformación inesperado. Las religiones pasaron de ser variables independientes a variables dependientes. Los procesos de adaptación y modernización del campo religioso y sus instituciones parecían condición “sine qua non” para su supervivencia.
La historia está llena de hechos de muerte, de persecución y de tortura donde “el factor dios” tendría el máximo nivel de asociación con el fenómeno. Desde chico escuché historias de mi tierra en que moros y cristianos se masacraron en nombre de su dios diferente. Jugué de niño en plazas donde de grande he sabido que se quemaron herejes por cientos y que ese era el “circo” del escarmiento que preparaba ritualmente la Inquisición. En su época la Inquisición fue, también como hoy lo son otras, una organización del terror contra la libertad de conciencia y la construcción de una sociedad en plural, donde pudiera ser posible el más humano de los derechos, el derecho a tener alternativa, incluida la alternativa de ser hereje.
Toda esta trayectoria de guerras y muertes con sentido religioso, son sin duda condiciones históricas de producción de las formas de terrorismo religioso que hoy padecemos. Entre la gente creyente, algunos, situados entre las clases o castas dominantes en el campo político y religioso, han construido un simbolismo y un discurso de dominación y de muerte al que han llamado dios y que les ha permitido legitimar e imponer su intolerancia contra aquellos para quienes dios se escribía con otros caracteres, o se escribía de derecha a izquierda, o con minúscula, o simplemente no se escribía, o en vez de escribirse, se dibujaba.
Sin embargo, para que les quede claro a las grandes cadenas de noticias occidentales quiero precisar que ni en la historia ni en la actualidad, el terrorismo religioso se ha vestido únicamente con turbante. Las mezquitas y las sinagogas son testigos del terror y la sangre que viene tiñendo las casas, las calles, los pueblos y las ciudades del Israel actual desde la ocupación judía.
En otro contexto, si la ETA, en los años 60 se escondió cerca de algunas sotanas de la iglesia vasca, fue porque su enemigo era “caudillo de España por la gracia de dios”.
En Irlanda del Norte protestantes y católicos negociaban la paz, pero el terror lo patrocinaban los dioses que no se entendían. Y fue en el `factor dios´ en lo que se transformó el dios islámico que en París, en Londres y ahora en Barcelona atropellan a víctimas inocentes. Parecería que hay dioses que sembraron vientos y otros que responden con tempestades.
Ahora bien, si en nombre de Dios durante siglos de historia y en las más diversas culturas se ha permitido y justificado la muerte, la particularidad de hoy es que en forma sistemática se están fabricando bombas humanas con adultos que se preparan desde niños en círculos de formación religiosa islámica.
Estas bombas humanas y los fundamentalistas islámicos que en sus semilleros las preparan con su intolerancia, han convertido a su dios en asesino. Mientras tanto en el otro bando “la guerra infinita” legitimada por el `factor dios´ presente en los billetes de dólar, mantiene la amenaza de cubrir con más terror y sangre estas primeras décadas del S. XXI.
En el libro “El escudo de Arquíloco: sobre mesías, mártires y terroristas”, Juan Aranzadi, antropólogo vasco, traza un hilo paralelo al terrorismo vasco, estadounidense y sionista para desenmarañar raíces comunes y desvelar las consecuencias de la expansión universal de la civilización a través del mercado, que ayuda a comprender el escenario actual.
Plantea el autor que cualquier creyente en el progreso de la civilización basado en la expansión de la modernidad, del mercado autorregulador internacionalmente tiene que cegarse frente al hecho de que este proceso va acompañado de un proceso de genocidio, etnocidio y ecocidio.
Finalmente comparto con Uds. la convicción de que el terrorismo religioso no es un problema de ahora, no es únicamente musulmán, sino que es un conflicto entre los dioses, entre los que se encuentra uno disfrazado: el dios mercado. Y en este conflicto ya globalizado, lamentablemente hemos sido testigo de la revancha de uno de ellos.
[1] Cfr Diario El País, Madrid, Martes, 18 de septiembre de 2001
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