Estamos inmersos en un medio ambiente social, en el que las formas de comunicarnos y por tanto, de relacionarnos, están marcadas por la descalificación, por el juicio facilista e infundado, y en la gran mayoría de las veces, irresponsable.
Se podría pensar que el estilo y formato de la comunicación de las redes sociales, en que por la restricción forzada de la brevedad en la comunicación, se obliga a ir a la idea central del mensaje en forma brutal, o bien que en las redes sociales, al igual que en cualquier otro lugar, se refleja esta forma agresiva y poco cuidadosa de comunicación.
Esta conducta cansa, empobrece y vuelve intrascendente la relación entre las personas. Mella las confianzas y la credibilidad de una sociedad.
Nos hemos acostumbrado al lenguaje de lo absoluto, en el que los “siempre”, “nunca”, “todos” o “ninguno” acompañan cada afirmación, sin hacer el menor esfuerzo por precisar responsablemente la idea que se quiere transmitir.
De igual manera, me sorprende la cantidad de “records” que como país ostentamos. Si le creemos a todos los analistas, opinólogos y autoridades, somos el país más desigual, el que más fuma, en el que hay más atropellos, en el que peor manejamos, y así hay varios ejemplos. Esto sólo le quita credibilidad a quien habla.
Estamos en tiempo de campañas políticas, y pareciera ser que debemos tolerar y participar de un tiempo duro, en que las acusaciones y descalificaciones entre candidatos de distintas posiciones políticas, y al interior de quienes se supone forman parte de un mismo pacto, son la tónica de las conversaciones.
No le es permitido a un candidato hablar bien o resaltar algo positivo de su contendor. Nuevamente volvemos al uso de los absolutos: todo lo del otro es malo, nada de lo mío es reprochable, yo nunca me equivoco, y todos me quieren perjudicar. Otro golpe a la credibilidad.
Estas últimas semanas, ha quedado en evidencia que esta falta de prolijidad en la emisión de juicios lapidarios, absolutos y descalificadores, son armas de doble filo, y que tarde o temprano se vuelve en contra. ¿La razón?, muy simple, el tejado de vidrio.
Es una soberbia sin límites tener la capacidad de descalificar al otro sin piedad, sin margen para la duda, sabiéndose que se carece de la más mínima coherencia, al estar en falta, aunque sea mínimamente, en aquello que se critica.
Es el lenguaje de la gran mayoría de los políticos, pero también de los analistas y de los opinantes de la denominada farándula televisiva.
Todos tenemos nuestras caídas, nuestras incoherencias y faltas, con distintos niveles de gravedad, pero faltas al fin, que nos inhiben del uso de un lenguaje absoluto y condenatorio hacia otro.
Cuando una persona es sorprendida en una inconsecuencia de este tipo, lo que se daña irremediablemente es su credibilidad. Pocas acciones deben ser más destructivas que la incoherencia, y el daño es directamente proporcional a lo lapidario del juicio emitido.
Lo vivió el Parido Socialista la semana pasada por partida doble, al criticar duramente una semana la falta de transparencia en la información de la fortuna del candidato de derecha, y luego al saberse que invirtió, legalmente, en la empresa ícono de la dictadura. El PS rasgó vestiduras, a sabiendas que tenía tejado de vidrio. La soberbia y la inconsecuencia se paga caro.
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