El reciente debate entre Joe Biden y Donald Trump ha hecho refulgir nuevamente esa rancia discusión sobre la salud de los líderes políticos, especialmente la salud mental y cognitiva. Por cierto, esta discusión no es nueva, pero lo que resulta preocupante es cómo se aborda la salud de los presidentes y líderes de manera diferente, dependiendo de factores como la ideología y la percepción pública. Esta dinámica refleja un problema más amplio y pernicioso en nuestra sociedad: el mito de que los presidentes y líderes políticos no deben, ni pueden, sufrir enfermedades.
En la historia moderna, los líderes han sido presentados como figuras invulnerables, casi sobrehumanas. Esta percepción está profundamente arraigada en la idea de que un líder debe ser perfecto en todos los aspectos, especialmente en su salud mental y física. Tal como el filósofo francés Michel Foucault argumentaba, el poder y el control están íntimamente ligados con la biopolítica, donde el cuerpo del líder se convierte en un símbolo del Estado.
Hoy es Joe Biden quien, en su edad provecta, se ve enfrentado a numerosas especulaciones sobre su salud mental. Sus detractores han utilizado cada pequeño lapsus o error verbal como prueba de un inequívoco deterioro cognitivo. Sin embargo, la neurociencia ha demostrado que los problemas de memoria y lapsus verbales son comunes en el envejecimiento normal y no necesariamente indican una enfermedad como la demencia y que además esos diagnósticos están muy lejos de ser certeros cuando se hacen al calor de, por ejemplo, un debate político televisado.
Contrariamente, Donald Trump ha sido visto por una parte considerable del electorado como un líder fuerte y saludable, a pesar de numerosas preocupaciones planteadas por profesionales de salud mental sobre su comportamiento errático y narcisista. Esta disparidad en el tratamiento de los dos líderes revela un sesgo cultural profundo en cómo percibimos la salud mental de nuestros líderes. Como señala la filósofa Judith Butler, la performatividad del poder implica que los líderes deben constantemente demostrar su fuerza y estabilidad. La falta de escrutinio sobre la salud mental de Trump puede ser vista como una manifestación de este fenómeno, donde la percepción de poder y control supera las preocupaciones legítimas de salud. Es decir, a todas luces, una masiva y televisada sandez.
Un ejemplo notable de este mito es Fidel Castro, quien durante décadas proyectó una imagen de vitalidad y fortaleza, a pesar de enfrentarse a problemas de salud graves en sus últimos años. Castro, al igual que otros dictadores, utilizó su imagen pública como una herramienta para mantener el control y la estabilidad del régimen. Esta percepción de invulnerabilidad se mantuvo incluso cuando su salud claramente estaba en declive.
Otros líderes, tanto democráticos como autoritarios, han enfrentado cuestionamientos sobre su salud. Winston Churchill, por ejemplo, sufrió episodios de depresión profunda, lo que él mismo llamaba su "perro negro" y, sin embargo, estos problemas de salud mental no impidieron que liderara a Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. De manera similar, nuestro Presidente Eduardo Frei Montalva fue víctima de infundadas sospechas de deterioro cognitivo y capacidad de liderazgo mientras ejerció su mandato.
Desde una perspectiva filosófica y sociológica, la insistencia en que los presidentes y líderes no deben sufrir enfermedades refleja una comprensión limitada y estigmatizante de la salud y la humanidad. Como argumenta el filósofo italiano Giorgio Agamben, la biopolítica moderna ha llevado a una deshumanización de aquellos en el poder, convirtiéndolos en símbolos en lugar de individuos reales con vulnerabilidades.
La idea de que un presidente no puede enfermarse perpetúa un estándar inalcanzable y deshumanizante, dejando de paso un estándar artificial inalcanzable que cierra la puerta a eventuales buenos potenciales candidatos a dirigir un país.
El escrutinio sobre la salud de Biden y la falta de cuestionamientos similares hacia Trump no solo refleja un doble estándar del electorado estadounidense, sino también una visión miope y dañina de lo que significa ser un líder. Es imperativo movernos hacia una comprensión más compasiva y realista de la salud de quienes dirigen los designios de un país, reconociendo que, como todos nosotros, son seres humanos con vulnerabilidades y fortalezas. Al hacerlo, no solo podremos evaluar mejor su capacidad para gobernar, sino también fomentar una cultura política más inclusiva y humana.
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