No hay que ser muy suspicaz para darse cuenta que el proyecto de Ley Fármacos II y Fármacos I, surgen como castigo a la colusión de las farmacias, asociada a la estructura oligopólica del mercado farmacéutico.
Al parecer, el “castigo” de la primera versión fue insuficiente y apenas un año después de promulgada la Ley I, se presentó un segundo proyecto que reintrodujo temas no aprobados en la Ley anterior y profundizó otros, considerados insuficientes, bajo la excusa de la búsqueda de beneficios para la población.
En octubre 2016, en poco más de un año y medio de legislación, ya había más de 100 indicaciones, clara expresión de la diversidad de opiniones e intereses en torno al tema.
Como resultado de las discusiones y de muchas más indicaciones posteriores, el proyecto de ley es actualmente un compendio de agregados, observaciones y propuestas, una especie de “Frankenstein” farmacéutico que eliminó o modificó casi todas las propuestas iniciales e introdujo otras.
Una excelente muestra de lo anterior es la indicación del Ejecutivo, presentada a inicios de 2018 para autorizar la venta de medicamentos que no requieren receta fuera de las farmacias, vendida como una especie de “panacea” para bajar los precios y mejorar el acceso a los medicamentos.
La propuesta, que ya había sido rechazada en la discusión de la Ley Fármacos I, fue nuevamente negada en la Comisión de Salud y nuevamente reintroducida por el Ejecutivo, pero esta vez a través de la Comisión de Hacienda.
Estos procedimientos son difíciles de entender para quienes no estén inmersos en los vericuetos procedimentales del poder legislativo, pero suena extraño - por decirlo de alguna manera - que los especialistas en temas de Hacienda sepan más del mercado farmacéutico y de la venta de OTC fuera de farmacias, que los miembros de la Comisión de Salud muchos de ellos relacionados largamente con el mundo médico, como para reimplantar la discusión de un tema ya desechado dos veces por esta última en Farmacos I y II.
El problema de fondo es que la legislación no obedece a una política explícita, sino que reacciona ante problemas específicos buscando principalmente castigar a los supuestos culpables.
El riesgo de legislar como reacción y castigo en materias complejas y trascendentes es, precisamente, provocar desorden y no resolver los problemas, generando frustraciones, nuevos conflictos y, eventualmente, renovados intentos legislativos… ¿Por qué no una “Ley Fármacos III”?
El enfoque anterior amenaza con desnaturalizar el rol y la misión del poder legislativo que consiste fundamentalmente en definir las reglas de juego para legitimar y orientar las decisiones de los actores, en este caso, los del mercado farmacéutico tanto empresas como personas.
Dichas reglas deben responder a estrategias y políticas públicas que, en un contexto democrático, debieran ser conocidas y compartidas por una mayoría sustantiva de los actores sociales.
En otras palabras, la legislación, como mínimo, debe ser proactiva y no reactiva, no solo proponer castigos sino también incentivos y responder de manera coherente a objetivos de política, teniendo claro que las leyes no sustituyen a las políticas ni garantizan por si solas la solución de los problemas.
En el caso de los medicamentos la relevancia del tema ameritaría una política de Estado, compartida en lo sustantivo por todos los gobiernos.
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