La desigualdad social es hoy en día, digerida por la sociedad chilena con el argumento de la meritocracia. Esta supone que el logro de metas personales, de éxito económico y de reconocimiento individual es el resultado de una lucha constante por superar variados obstáculos.
La idea primaria de la meritocracia es que si las personas se esfuerzan lo suficiente pueden llegar a ser lo que quieran, independiente de su origen o contexto social. Si no se logra una posición sobresaliente, es que no se ha sabido o querido aprovechar las oportunidades que la modernidad ha abierto en Chile.
Tan incorporado está este mantra en la sociedad chilena que la pobreza es crecientemente entendida como una falla o irresponsabilidad personal.
Curiosamente, al considerar la desigualdad de género, la meritocracia no es la principal forma de legitimidad o justificación. La posición desmejorada de las mujeres chilenas ha sido hasta cierto punto, aceptada como un resultado social (discriminación, por ejemplo), y no radicadas en las mujeres individualmente.
La falta de poder, ya sea político, de decisión, de autonomía o sobre una misma; el no reconocimiento como persona, o de las capacidades propias; las brechas económicas y de trabajo remunerado, etc., se entiende que no se deberían a la falta de esfuerzo de las mujeres sino que a factores más bien estructurales, reproducidos en prácticas cotidianas que condicionan el atenuado valor social atribuido a las ellas.
Sin duda, a partir de los movimientos feministas se ha extendido el interés por entender la posición social de las mujeres y enmendar arbitrariedades flagrantes.
Así, se ha tendido a incorporar representación femenina en las instituciones, a penalizar acciones contra la voluntad de las mujeres que solo un año atrás eran invisibles, a denunciar las brechas económicas en las portadas de los medios de prensa más importantes del país (brechas que han existido sin grandes cambios por décadas), etc.
Lo desalentador es que, a pesar de las declaradas buenas intenciones, cuando el polvo se ha vuelto a asentar, los directivos de empresas, universidades y organizaciones políticas siguen siendo mayoritariamente masculinos; las chances de acceder al poder en el Estado, parlamento, judicatura y empresas, siguen estando acaparadas por la misma cofradía; el acceso y la movilidad laboral siguen siendo, frecuentemente, prerrogativa de hombres (y el ascenso de contadas mujeres, una forma de argumentar un manifiesto compromiso por la diversidad ); la marginación en virtud de la maternidad sigue determinando las trayectorias laborales de la mujeres de todas las clases sociales, a pesar de legislaciones al respecto; el acoso sexual y laboral sigue siendo a menudo cuestionado como el resultado de exageraciones, ansias de fama, o del intento desquiciado de las mujeres por malograr carreras de hombres probos; la violencia física y sexual continúa afectando mayoritariamente a mujeres. Y eso solo aplicable a mujeres profesionales.
La lista suma y sigue para las que, además, no cuentan con recursos validados para argumentar su exclusión o negociar los efectos de esta.
Pareciera, entonces, que la oportunidad histórica de transformar jerarquías y discriminaciones añosas se ha reducido a un rechazo discursivo de la exclusión, a un reconocimiento - mea culpa - de la marginación a personas del sexo femenino que han cumplido con los criterios de la meritocracia.
Las desigualdades en Chile parecen seguir un mismo círculo vicioso de discusión social: de la evidencia, a la indignación, a la declaración de buenas intenciones.
Luego, a la evidencia, en particular, cada 8 de marzo. Las apelaciones a la ética, a los derechos humanos, o en la versión economicista, a la importancia de la igualdad de género en la productividad país, no parecen impulsar un cambio duradero.
La mayoría de los chilenos está hoy de acuerdo con las movilizaciones de mujeres, lo cual indica que la sociedad chilena está llegando a un punto de inflexión: decidir qué tipo de comunidad quiere ser. Ojalá no apostemos nuevamente por el gatopardismo de género.
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