La corrupción, esa apestosa maleza que invade cada rincón de las instituciones concebidas para servir al pueblo, ya no es sólo un tema indignante, sino un fenómeno que asfixia a la ciudadanía. Cuando los tres poderes del Estado son infectados hasta sus raíces, haciendo que la gente desconfíe de cualquier vía constitucional para terminar o al menos reducir este mal; la frustración y el hartazgo social suelen encauzarse a través de revueltas, rebeliones, revoluciones u otras formas de alzamientos populares.
Sin mucho importar las definiciones de estos tipos de movilizaciones sociales masivas y violentas, algunos artículos científicos, entre ellos "Revolutions y Corruption" de Ammons y Shakya, muestran la poca efectividad de estas reacciones contra la corrupción ya instituida. Sin embargo, a los ciudadanos hastiados no les interesan dichas estadísticas y después de agotar todas las instancias respetando las reglas constitucionales, terminan rebelándose contra esa abominable élite que ostenta el poder.
En efecto, si el Poder Ejecutivo deja de gobernar eficientemente para la gente y se convierte en una maquinaria para el enriquecimiento ilícito; si el Poder Legislativo en lugar de legislar en favor de la ciudadanía se dedica a pactar favores; y si el Poder Judicial en vez de impartir justicia se convierte en cómplice de la impunidad; la gente percibe que combatir la corrupción desde la misma institucionalidad es una elección estéril. Tal escenario es el propicio para que emerjan furiosas reacciones de la ciudadanía que movilizan solidariamente tanto a víctimas como testigos de los actos corruptos.
Esta transversalidad de las rebeliones populares es lo que más asusta a la élite corrupta, especialmente cuando una parte de ella se descuelga para conducir a los iracundos. Es más, dicha élite que mantiene a firme su corrompida conducta sabe que no es necesario tener una multitud en su contra para caer desde su abusiva posición de poder, pues tal como lo demuestra la politóloga Erica Chenoweth, basta movilizar al 3,5% de la población activa para derribar a la clase traidora. Frente a esta amenaza para los poderosos bandidos, ellos recurren a estrategias de manual para distraer o frenar a la gente en sus intenciones de alzarse, recurriendo a la mentira y a la represión para defenderse.
En cuanto a la mentira, los académicos Mattes, Popova y Evans, de la Universidad de Florida, advierten que su efectividad comienza a decaer conforme se van develando las patrañas y a la larga con tanto engaño desenmascarado, se pierde la credibilidad en los políticos. Por lo tanto, en algún momento cualquier gesto anticorrupción que venga desde los mismos poderosos es percibido por el pueblo como una elaborada puesta en escena, incrementando aún más la rabia ciudadana.
En cuanto a la represión, los alzamientos populares en contra de cualquier sistema ya estructuralmente corrupto implican riesgos para la ciudadanía que los emprende. La violencia que inexorablemente acompaña a estas rebeliones puede tener desastrosos efectos colaterales para la sociedad, especialmente en pérdida de vidas y deterioro de la economía local. Sin embargo, cuando las acciones en pro de la probidad concluyen en obvios fracasos al ser gestionadas desde el interior del mismo sistema podrido, el alzamiento popular se despliega como la única vía de acción con alguna esperanza de éxito, haciendo que la gente asuma los costos por muy altos que sean.
De hecho, el especialista Phil Nichols, de la Universidad de Pennsylvania, comienza su afamado curso afirmando que en cada instante hay gente en alguna parte del mundo que está arriesgando su vida al protestar contra la corrupción. En este mismo contexto el diario británico The Guardian realizó un reportaje fotográfico en marzo de 2016 de los alzamientos populares que habían ocurrido durante los últimos meses; registrando masivas y enérgicas manifestaciones en Brasil, Irak, Haití, El Líbano, Moldova, Guatemala, Malasia y Sudáfrica.
Respecto a tales revueltas que la prensa servil al aparato corrupto se encarga de omitir, para que tal información gráfica no sea un estimulante ejemplo en otras partes del planeta para también allí rebelarse, la socióloga Frances Fox Piven argumenta que la protesta disruptiva es una forma de participación política tan legítima como el voto.
Pretender que una extensa y afianzada red corrupta se depure apelando al propio sistema ya totalmente torcido, es tan ilusorio como esperar que una colonia de ratas acepte raticidas. Por lo tanto, para acabar con la plaga se debe actuar desde fuera de la institucionalidad porque la movilización social no es con ella, sino contra ella. Y eso tiene un nombre: rebelión, la que pudiendo ser criticable, científicamente es la única vía que va quedando.
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