Los libros tienen una vida interna que nos cautiva, seduce y estimula a progresar en esa idea muchas veces plasmada en memoria, que irremediablemente nos lleva a un final. Valoramos un libro no sólo porque nos obsequia vida, también porque es capaz de ofrecernos interpretaciones de nuestra propia vida, de nosotros/as y el contexto que circundamos.
Hace días desperté con el apuro de releer un libro que, hace más de un cuarto de siglo, me regaló un amigo que se proponía estimular mi propia reflexión sobre la paternidad, la melancolía y la muerte, mi padre se había ido hacía un par de años.
“La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento”, escribe Paul Auster en las primeras páginas de “La invención de la soledad”, historia que se inicia con la muerte de su padre y ese acontecimiento provoca en el autor un insondable viaje al pasado.
Me faltan dedos de pies y manos al contar la cantidad de papás y mamás de amigos y amigas que han fallecido en el marco de esta emergencia sanitaria, es verdad, todos tenían tantos años como experiencia y la muerte era esperada como una extensión más de sus existencias; sin embargo, también es una perogrullada decir que ese morir fue ingrato, desconsolado, con una carga desagradecida y de desvergüenza social que no nos resigna.
“Tenemos que lamentar el primer fallecido en Chile por COVID-19. Mujer de 83 años, postrada, en la que se optó por un manejo compasivo”, dijo el 21 de marzo, el ex ministro de Salud, Jaime Mañalich, y así quiso tranquilizar a una sociedad que depositaba desconfianza y repudio hacia la administración de una pandemia que nos aísla en un árido destierro.
Cerca de un 85% de las personas fallecidas por Covid tenían más de 60 años; un 34.29%, más de 80, la experiencia de otros países confirmaba que eran la población de mayor riesgo y las autoridades, a través de la prensa, utilizaban sin dobleces esa evidencia para apaciguar a hombres y mujeres e insistirles en continuar con sus faenas productivas o de servicio.
Encapsular las consecuencias del virus fue el propósito, instalar ese imaginario para abrir malls, promover “normalidades laborales”, sostener la producción y estimular tomar cerveza y/o café en grupo.
En Chile, una persona ingresa grave a un hospital y pierde su condición de paciente informado; una vez al día, su estado de salud física será comunicado a un familiar,
No hay palabras de aliento, no hay explicación de los procedimientos médicos, no hay cercanía corporal, no hay despedidas, sólo existe el compromiso de avisar.
Si la persona sorteó positivamente los embates de la enfermedad, será una noticia que alivia; si falleció, sus cercanos deberán preparar un breve rito funerario que no alcanza a ser una despedida.
No pretendo desconocer la gravedad de la pandemia, el desconcierto científico, el compromiso de las y los trabajadores de la salud, pero tampoco pretendo ignorar que corremos el riesgo de finalizar este tiempo de emergencia, siendo más desagradecidos y descuidados con nuestras/os viejas/os, consolidando, en un modelo social impuesto, que “todo es desechable y provisional”.
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