El gran engaño

“El crédito permite desarrollar estrategias de mejoramiento de las condiciones de vida (…) No son, en estricto sentido, estrategias de movilidad social, puesto que el efecto de sus despliegue no es un cambio de estrato”.

La cita es del libro “Chile Anatomía de un mito”, de Tomás Moulián, publicado en 1997. El análisis de Moulián, criticado en los años del exitismo de la transición cuando presumíamos de ser los "jaguares" de América Latina, en los albores de la crisis asiática, pone el acento de una de las principales fragilidades de nuestro sistema social: el debilitamiento del espacio de la política y con ello, la posibilidad de abordar colectivamente los asuntos que afectan a la sociedad.

En lugar de conflicto, tenemos un consenso construido sobre el espejismo de un acceso al consumo que disciplina y controla, “este ciudadano credit-card es normalizado, `puesto en orden`, regulado por el consumo del pago diferido”.

Dicho debilitamiento del espacio público-político significa, entre otras cosas, que un conjunto de derechos sociales reconocidos durante el periodo desarrollista (aunque no siempre materializados con igual éxito) desaparecieron durante la dictadura y lo poco que de ellos quedó, lo hizo en condiciones en las que el estado y cualquier otra expresión del interés público, quedaba subordinado al rol subsidiario del estado en su relación con el mercado y los proveedores privados, rol que queda tan claramente expuesto en el texto constitucional con la relevancia reconocida a la propiedad privada.

Se dice, y con razón, que las condiciones de vida de importantes sectores de la sociedad chilena han mejorado.

Gran parte de ella ha aceptado -o debiéramos decir, ¿había aceptado?- las reglas del juego apostando a que el trabajo, la disciplina, el esfuerzo individual guiado por la consigna “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa” iban a tener su premio.

Con el paso del tiempo, la versión chilena del selfmademan/women advierte el espejismo: trabaja horas y horas y no logra salir del hoyo, las estadísticas le dicen que no es pobre por lo que ya no es merecedor de las raquíticas ayudas del estado, pero el dinero no le alcanza para cubrir sus necesidades fundamentales.

Apuesta al orden, no quiere conflictos, tanto le han repetido que el conflicto genera desorden y este acarrea desocupación, si se queda sin pega, ¿cómo paga las cuentas?

Y si no paga las cuentas, ingresa a Dicom y se transforma en un ciudadano de segunda clase. Y más encima, si la bolsa cae, las pocas monedas que ha logrado reunir en su cuenta previsional, serán aún menos.

Ha apostado por este modelo confiando en que los poderosos valorarán su gesto, su buena voluntad, generando paulatinamente mejores condiciones de vida, más justicia, un mejor futuro para sus hijos.

Pero el tiempo pasa y las cosas no mejoran o mejoran en tiempos que no parecen razonables.

Las cifras de distribución del ingreso se mantienen mas o menos congeladas con un quintil de más altos ingresos que se apropia del 56% de los ingresos y un 1% que hace lo mismo con el 14% (cifras del 2005); la pobreza ha bajado de manera importante, pero con un elevado grado de vulnerabilidad; esforzadamente se sale, fácilmente se regresa.

Lo que está sucediendo durante estas últimas semanas reflejan el malestar de la sociedad chilena con el modelo neoliberal concebido y diseñado por quienes, una vez alejados del poder político ejercido durante la dictadura, han “cambiado de giro” insertándose en el mundo empresarial, desde donde han aprovechado al máximo los ventajas, subterfugios legales y la “vista gorda” de un estado débil y privatizado para enriquecerse.

Se enriquece porque los salarios en nuestro país son bajos, el 36,5% de las familias tienen ingresos promedio equivalentes a $292.000 y un 24,7% a 517.000.

La triste realidad es que la mayoría de las familias de nuestro país no tiene ingresos que le permita acceder a una vida digna.

Y la solución que aparece a mano es el endeudamiento, el tarjeteo, la “bicicleta” permanente y el sobreendeudamiento crónico.

Es cierto que hay un tema de responsabilidad de los ciudadanos consumidores.

Pero el problema es más estructural: las familias no se endeudan para acceder a bienes suntuarios o inmuebles o contingencias extraordinarias, lo hacen para cubrir sus gastos básicos.

Y como si no fuera suficientemente preocupante esta situación, cuando se endeudan lo tienen que hacer en condiciones leoninas con tasas abusivas. Pero hay más todavía, a los salarios miserables y las condiciones abusivas del acceso al crédito, se suma el engaño al estilo de La Polar.

El malestar -a veces vociferante, a veces balbuceante; a veces público y masivo, a veces cotidiano y sufrido privadamente- condensa una sensación de frustración colectiva frente a las promesas de un sistema social que se evidencian falsas.

No se trata de un simple error de cálculo de una sociedad que optó por un camino y fracasó en el intento de alcanzar el desarrollo.

Por el contrario, es el resultado de un modelo decidido entre “cuarto paredes” e impuesto violentamente, cuyos arquitectos siempre tuvieron claro que no lograría los objetivos que declaraban públicamente.

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