Tras debatir ampliamente y lograr el retiro del 10% de la AFP, que significó una dura derrota para el oficialismo, los parlamentarios opositores vuelven a la carga proponiendo, ni más ni menos, la idea de legislar sobre el llamado “impuesto a los súper ricos”, nuevo proyecto que divide a los técnicos y los políticos.
Al igual que con los ahorros previsionales, empezaron a surgir voces apocalípticas frente a lo que se viene si se llega a aprobar este tributo único a unos 1.900 chilenos cuyas fortunas, en total, suman 200 mil millones de dólares.
¿Cuál es la base de esta discusión? Que se va a ver afectado el crecimiento económico, mientras que otros dicen que debemos procurar crecer un 3%, 4% o 5% del PIB. Cada cual le coloca un ingrediente más o menos.
Hace unos días, el economista Sebastián Edwards nos decía: “Me temo que esto va a terminar mal, y que Chile volverá a sus orígenes de país latinoamericano del montón. Un país con un Estado de Derecho endeble, con instituciones débiles, y baja productividad. Un país desigual, segregado, violento, y pobretón”. Las reacciones por redes sociales (y cartas al diario) fueron lapidarias.
Hasta cierto punto podríamos entender los temores de Edwards, los temores a volver atrás. Y es que en los últimos 30 años se cambió la cara del país. Por ejemplo, el PIB per cápita pasó de US$2.495 en 1990 a US$14.896 en 2019, con un crecimiento casi de manera exponencial en el tiempo. Pero no solo eso, lo pobreza pos dictadura era de un 68%, y para mediados de 2020, junto con el impacto de la pandemia, la tasa llegaría aún 13,7%, cifra más baja a nivel de latinoamericano, después de Uruguay.
¿Puede una crisis como la que vivimos hoy y el actuar político en el Congreso llevarnos a las cifras de hace tres décadas? Se ve poco probable.
Desde la pos guerra, el Producto Interno Bruto se ha convertido en la primera herramienta para medir la actividad económica. De acuerdo con este indicador, sabremos si pertenecemos a los países “winners” o no, y si bien nos ayuda a saber cuánto vamos a recibir en impuestos y, por lo tanto, cuánto puede gastar el gobierno en servicios como salud y educación, poco se sabe sobre el desarrollo local de los ciudadanos y del país.
Parece necesario distinguir la importancia del crecimiento y el desarrollo. Uno nos indica que existiendo producción y mercado se nos arregla todo, ya que el propio sistema se va encargar de distribuir lo más correcto posible; dicho en coloquial, la famosa teoría del chorreo. El otro, en tanto, dependerá más bien de “la moral” de cada país; hablamos de conceptos cualitativos, como sostenibilidad, redistribución, capital social y desarrollo del talento.
Los hechos han demostrado que la medición del crecimiento económico suele ser una forma excelente de medir la cantidad, pero es muy deficiente para medir la calidad. El PIB no puede distinguir entre una buena actividad económica y una mala actividad económica. Tampoco mide el nivel de desarrollo de un país, ni mide la calidad de la educación, el transporte y otros servicios, solo mide el costo de cada uno de ellos. Entonces, si un bus destartalado que viaja de Santiago a Puerto Montt tiene la misma contribución al PIB que los maravillosos autobuses de Londres, ¿qué pasa con la contribución a la calidad de nuestra vida?
Y ahí viene la madre del cordero y lo que muchos vienen reclamando desde hace años: el PIB es parte esencial de la ecuación, pero es eso, un componente más, no la panacea ni la medición ortodoxa que varios pretenden imponer.
Lo que es incomprensible es que en plena expansión de la 4ta revolución industrial se intente utilizar respuestas y herramientas del pasado para analizar y responder a los desafíos del presente y futuro.
Si alguna enseñanza nos dejó el Estallido social del 18/O, es que crecimiento SI, pero no a cualquier costo. Y ese análisis, evidente para sectores más de izquierda, se tomó el debate en el Congreso Nacional, y permeó a la derecha más liberal, lo que quedó demostrado en el debate del comentado 10%.
De hecho, el ex ministro Fontaine reconoce que se crean argumentos que exageran la nota, además que fue un error impulsar esta visión catastrofista del retiro de fondos, y que los números de actividad económica han mejorado, mientras que la ministra Zaldívar, en ese afán tan protagonista y autocomplaciente que tiene el Gobierno, dice que los supuestos efectos adversos no fueron tales gracias a la acción del Ejecutivo.
En concreto, el PIB es la trampa que tienen los economistas para decirnos cómo debemos crecer, cuando el desarrollo implica valores sociales y profundos que la suma de unos números. Ojalá estén aprendiendo la lección.
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