Mucho se ha discutido sobre el derecho de las familias a elegir los establecimientos educativos para sus hijos, sin embargo, para que ello ocurra, éstos deben ser de una calidad homogénea o equivalente en sus resultados. Cosa que claramente hoy día no sucede.
Revisemos los números. La Agencia de la Calidad reportó en 2016 la categoría de desempeño para los establecimientos que reciben el 96% de la matrícula nacional de enseñanza básica. De ellos, el 15,7% tiene categoría de desempeño alta; 48,6% categoría media; 24,7% medio-bajo y 11% es calificado como insuficiente.
Es decir, del 96% de la matrícula de enseñanza básica, sólo el 15,7% de los establecimientos se ubica en categoría de desempeño alto, lo que no es más que cumplir con los estándares mínimos definidos por el sistema de aseguramiento de la calidad actualmente vigente.
El problema, entonces, es que el 84,3% de los establecimientos se encuentra por debajo de los estándares definidos por el sistema de aseguramiento de la calidad.
Por lo tanto, si usamos la categoría de desempeño como elemento para que los padres puedan optar a establecimientos de calidad para sus hijos, la realidad es que no eligen según alta, mediana y baja demanda como se indica en el proceso de postulación del nuevo sistema de la ley de inclusión. Lo que hacen es acceder a un cupo -no elegir-, entre establecimientos de categorías de desempeño muy dispares. El derecho de elección no está resuelto.
Pero el gran problema de esta ley es otro. Si hablamos de “calidad”, imperiosamente debemos revisar qué herramientas tendrán los profesores para enfrentar el desafío de la inclusión en los procesos de enseñanza-aprendizaje con sus estudiantes.
¿Cómo se gestiona la enseñanza con niños y jóvenes diversos? La ley de inclusión debe dar pasos reales para avanzar en una inclusión educativa, para comenzar a resolver la segregación de los estudiantes en sus oportunidades de aprendizajes.
Lamentablemente, el debate se ha quedado en los procedimientos de selección y fin al copago, temas necesarios pero a nuestro juicio más bien instrumentales e insuficientes, si lo que se quiere es alcanzar una educación de calidad.
Una vez que se resuelvan las incertidumbres del proceso de instalación de la ley que pone fin al copago, selección y lucro, se debe necesariamente avanzar para fortalecer el trabajo docente en salas y establecimientos inclusivos. Ese es otro de los grandes desafíos.
La capacidad de elegir de las familias en función de una oferta de calidad no se hace efectiva porque la demanda de matrícula de las familias por establecimientos de calidad es mayor a la que el sistema educativo puede ofrecer.
Y la frustración es enorme. Hemos visto en terreno lo que implica para las familias este proceso. Más allá de la famosa “tómbola”, que muchos la pueden defender como un sistema justo, hay que estar en el lugar de esos padres que ven cómo las posibilidades para sus hijos de acceder a una mejor educación, simplemente se esfuman durante un sorteo.
Dado este escenario, vemos que lamentablemente el sistema aleatorio terminará asignado a familias en establecimientos de bajo desempeño. La alternativa será postular en aquellos que queden vacantes disponibles, lo que no resuelve para nada el problema ni otorga garantías para hacer valer mi derecho a elegir y acceder supuestamente a una mejora sustantiva de la calidad de los servicios educativos.
Un último dato. Si miramos el grupo socio económico bajo y medio bajo sólo el 9,7% y el 8,5% respectivamente de establecimientos de ubica en el desempeño alto. Por lo tanto claramente la opción de elegir es menor.
La ley de inclusión en este aspecto no resuelve el derecho de elegir y deja una tarea enorme para mejorar la calidad de los establecimientos para cumplir con una ley mínima: oferta universal de calidad para poder elegir, principalmente, para las familias de menores ingresos. Entonces, queda pendiente la educación gratuita sin selección pero de calidad.
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