En el pasado y en la memoria quedó la trágica temporada de incendios forestales de la primavera-verano de 2016-2017, la más catastrófica de la cual hay registro en Chile. Solemos tener como indicador principal la superficie afectada que, en el caso del período señalada, fue cerca de 600 mil hectáreas, 10 veces peor que una promedio (1985-2016: 57.000 ha).
Pero no podemos quedarnos solamente en hectáreas, un indicador insuficiente para comprender la magnitud de la tragedia. La destrucción de la localidad de Santa Olga en la Región del Maule es el recuerdo que refleja de mejor manera la dimensión del desastre en lo humano-social, ambiental y económico.
Pareciera que desde 2017 simplemente todo es tolerable. La autocomplacencia y resignación caminan juntas en nuestro sistema de emergencias, seguidas de cerca por la falta de responsabilidad y rendición de cuentas.
Profundizar en las urgencias en el ámbito técnico y operativo resulta simplemente inútil, pues es algo tan conocido como el cambio climático, las condiciones que generan un escenario propicio para incendios forestales de comportamiento extremo, y la urgente necesidad por establecer una respuesta rápida, precisa y contundente.
Aunque sea contrario al relato y sentido común, se debe reiterar que el problema más grave no está en el número de incendios, sino en la rapidez para crecer bajo contextos ya conocidos y la insuficiente capacidad para contenerlos en sus primeros momentos.
Para reiterar desde lo obvio, es necesario recordar que ningún incendio comienza de 200 hectáreas, y son precisamente éstos, calificados como de "magnitud" cuando superan esa superficie, los que representan el 81% de la superficie destruidas en los últimos nueve años, no obstante son solo el 1% del total de incendios.
Parece que en Chile nos estamos acostumbrando a esta catástrofe social, medio ambiental y económica, pues ya no nos sorprendente que una temporada supere las 100 mil hectáreas destruidas.
Entre 1985 y 2013, solo en una ocasión (1999) se superó lo indicado, alcanzando 101.691 hectáreas. Pero parece no llamar la atención, y menos aún remecer la voluntad política del Estado, el hecho que en los últimos nueve años, en cinco se han superado las cien mil hectáreas, elevándose el promedio desde 53.826 hectáreas anuales (1985-2013), a 136.646 ha (2013-2022).
Las condiciones relacionadas con el cambio climático, la extensa sequía, olas de calor, disponibilidad de combustible, y aquellas menos variables como la topografía, son conocidas. A la fecha no se observa la rápida adaptación y modernización de nuestro sistema de emergencias, a pesar de las reiteradas advertencias. Desde el incendio de Torres del Paine en 2012, grandes incendios de interfaz urbano-forestal en Valparaíso, los catastróficos incendios de 2017, e incluso la temporada pasada que ni siquiera fue noticia, sin embargo con 125 mil hectáreas fue la tercera más destructiva de los últimos 40 años.
Ya no es tiempo de diagnósticos, tampoco de saber qué hacer, es momento de voluntad política para cambiar, pues nos hemos acostumbrado al desastre y para esta temporada el escenario parece no ser diferente.
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