La elección de Bolsonaro en Brasil ha despertado reacciones en muchos, hasta el extremo que hay quienes creen que no debió haberse permitido el triunfo del diputado y ex militar. Yo lamento que el pueblo haya escogido ese camino, pero debo manifestar mi satisfacción de que luego de la existencia de una feroz dictadura, hayan pasado más de 30 años y el pueblo pueda seguir expresándose democráticamente, aunque a mí no me guste lo que la mayoría decida elegir.
Este resultado no es un atentado a la democracia, sino el cumplimiento de las normas de un sistema que permite que cualquiera pueda llegar a recibir el apoyo popular.
Tal vez su gobierno podría, según lo que haga, poner en riesgo la vigencia de la democracia representativa, pero entonces él deberá ser confrontado con sus conductas y no con sus discursos. Si nos quedáramos con las ideas de los personajes del pasado sin aceptar que la gente cambie, que cada uno pueda descubrir nuevas opciones para su acción, estaríamos encerrados en un mecanicismo tenebroso y muy poco humanista, poco respetuoso de los derechos de las personas.
Cuando luchamos en Chile contra la dictadura lo hicimos porque queríamos una sociedad de libertad, solidaridad, justicia, todo ello con un enfoque humanista. Sin embargo, los que queríamos construir una democracia sobre la base de esos principios, nos encontramos con una realidad diferente: se nos acusó de “intensos”, “extremistas”, mientras los dirigentes políticos, a la vera del embajador norteamericano, buscaban una suerte de acomodo con las normas del régimen. Ese acuerdo permitió consolidar la Constitución de Guzmán y Pinochet y realizar el plebiscito que ha sido tan celebrado por “tirios y troyanos”.
Las presiones internas de los propios partidos (recuerdo lo que pasaba en el PDC, por ejemplo) obligó a los líderes a reclamar de Pinochet una reforma a esa Constitución, particularmente para eliminar una norma que estaba en el artículo 8º y que prohibía a personas participar de la vida democrática por sus ideas y no por sus actos. Cáceres y Jarpa, personeros de la derecha, tuvieron el buen tino de aceptar esa propuesta y en el invierno de 1989 otro plebiscito, plasmó esas reformas.
Con un aire algo más respirable y sin masivas violaciones de los derechos humanos se inició el curso de esta democracia protegida o semi-soberana, que fue dejando en claro sus falencias y sus riesgos.
Una sombra militar en los primeros años, la inamovilidad de un sistema económico con enclaves de injusticia como el sistema previsional, la salud y la educación, la falta de renovación política, la rigidez en el enfrentamiento de los problemas, la corrupción.
Todo ello, porque estos dirigentes dejaron de serlo en verdad para pasar a ser parte de una “clase”, la “clase política”, encerrada en sí misma, falta de oxígeno y por tanto de ideas, alejada del sentir popular, que paso a paso se ha ido desprestigiando por sus acciones y sus omisiones. Culpar a otros es una vieja táctica que a la luz de lo que ha pasado en Brasil ya no les servirá. El desprestigio de los políticos y por lo tanto de la política como actividad y de la democracia como sistema nos daña a todos, pero los incumbentes siguen sin ver cómo se hunde su barco y emergen posiciones que se alejan del curso que muchos deseamos.
Pasó con Chávez en Venezuela, que siendo en algún momento muy apegado a la derecha, su intento de golpe de Estado cuando era solo militar tuvo miradas de simpatía y ciertos apoyos de la derecha venezolana, terminó en un populismo desatado que va haciendo desaparecer la democracia y la forma de convivencia que conlleva para instalar, con el poco maduro, Maduro una variedad de dictadura que carece de rumbo y destino.
Pasó décadas antes con Perón en Argentina, y luego con otros en Uruguay, Paraguay, Perú, hasta culminar con la victoria de Bolsonaro en un proceso electoral que nadie discute en su legitimidad.
La respuesta de los que tienen otras ideas, la llamada “izquierda” por ejemplo, debe ser primero autocrítica y preguntarse cómo fue que llegaron a ese punto de corrupción que merecieron el desprecio mayoritario de los votantes.
Luego deberán preguntarse acerca del modelo democrático. ¿Es este el mejor para los tiempos que vienen? ¿No habrá que generar respuestas nuevas? ¿Propuestas que quizás aun nadie ha podido instalar pero que algunos han soñado?
Bolsonaro no es el problema, sino el signo evidente de una enfermedad social cuyos síntomas no vieron a tiempo los que desde el poder pudieron haber asumido sus tareas y responsabilidades.
Por lo tanto, eso hay que enfrentarlo con la calma necesaria para que el dirigente se vea obligado a moderar sus acciones, mientras se comienza a desarrollar un plan con objetivos claros que permita a nuestros pueblos construir una democracia sólida, donde haya menos espacios para aventureros, corruptos y líderes mesiánicos.
Y tampoco para quienes quiere aferrarse al poder en su propio beneficio.
Yo, por mientras, declaro que estoy dispuesto a sumar mis esfuerzos, mis ideas, mi conciencia, a esa tarea en Chile.
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