Las protestas sociales en Chile, que ya suman veintidos mil detenidos y cientos de personas heridas con armas de fuego, entraron a su cuarta semana de movilizaciones ininterrumpidas, con la certeza casi total de que la Constitución impuesta durante la dictadura de Augusto Pinochet no sobrevivirá, tras décadas consagrando una mirada neoliberal de la sociedad y el desarrollo.
Desde el 18 de octubre, millones de chilenos salen a diario a las calles en todas las regiones, en lo que es la mayor crisis social y política del país, desde la recuperación de la democracia en 1990.
Ya van ciento ochenta querellas por torturas y un registro similar de mutilaciones oculares, producto de los disparos con perdigones, efectuados a diario por la policía, pese a que Naciones Unidas demandó detener estos ataques contra la población civil.
«Son treinta años», repiten los manifestantes en sus carteles, en alusión al largo período en que la privatización de la provisión de derechos sociales coincidió con una democracia de baja participación ciudadana y de decreciente legitimidad. Hoy, según encuestas, menos del cuatro por ciento de los chilenos confía en el Congreso y/o los partidos políticos.
El estallido social, que en un inicio el gobierno pretendió acallar sacando los militares a la calle, tiene como origen la profunda desigualdad que azota Chile, luego de años de un engañoso «milagro económico». Tras las cifras de crecimiento y control inflacionario, cada vez más humildes, existe una inequidad casi sin parangón en el mundo.
El uno por ciento más rico acapara el 26,5 por ciento de los ingresos. El cincuenta por ciento de los hogares más pobres, en tanto, apenas accede a un dos por ciento de ellos.
En paralelo, el sesenta por ciento de las familias posee remuneraciones inferiores a 670 dólares, en un país donde el ingreso per cápita bordea los veinticinco mil dólares. Las pensiones promedio bordean los 290 dólares, en un país envejecido.
Alguna vez apuntada como ejemplo, esta nación sudamericana devino en estos años en un régimen cleptocrático donde una élite política y empresarial capturó el Estado y los beneficios del desarrollo, como sucedió en otros países de América latina, las últimas décadas.
Chile, sin que exista hoy una salida a la crisis que lo atraviesa, es el muro de Berlín del neoliberalismo. Todas las certezas estallaron por los aires, cuando los supuestos beneficiarios del milagro neoliberal salieron a exigir el fin de los abusos y de la Constitución que los ampara.
Cuando el alza en treinta pesos (apenas unos centavos de dólar) del tren subterráneo colmó la paciencia de millones en la capital, en un grito que luego se extendió a regiones y otras demandas, más estructurales.
El presidente Sebastián Piñera, que inicialmente dijo estar «en guerra contra un enemigo muy poderoso», tiene menos del diez por ciento de apoyo y ya se levantan voces que piden elecciones generales, como primer paso para avanzar en un proceso constituyente, aún incierto.
En las calles, la gente marcha y debate en cabildos auto convocados, sin que hasta ahora exista una fecha de término a un conflicto que ya derrumbó la economía. Y que por ahora tiene como principal consecuencia la derrota moral del régimen neoliberal.
El acuerdo de la élite política para allanar el camino a una nueva Constitución parece incluso un trámite tardío, que sólo rubrica un consenso expresado en las calles, con una fuerza inédita en la historia reciente del país.
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